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En El Pueblo contra la Democracia, su libro canónico sobre el futuro del proceso democrático en el mundo, el notable científico político Yascha Mounk advierte sobre los peligros de erosionar la legitimidad de la prensa. Explica, por ejemplo, las razones por las que los gobiernos populistas en los modernos regímenes iliberales “incitan la desconfianza, o incluso el odio hacia la prensa libre”. Cito a Mounk: “Los medios de comunicación críticos cubren las protestas contra el líder populista, reportan sobre los fracasos de su gobierno y dan voz a sus críticos prominentes (…) Al hacerlo, desafían la ilusión del consenso, mostrándole a un público amplio que el populista miente cuando asegura ser la voz de todo el pueblo”. Esto explica, dice Mounk, por qué los gobernantes populistas descalifican por sistema la labor de la prensa, creando para ello una “red de medios leales que los aplauden a cada paso”.
La erosión de la confianza en la prensa sirve a los gobiernos populistas para eliminar al periodismo como interlocutor y como narrador confiable de los tiempos, es decir, como intermediario alternativo entre el populista y los ciudadanos. “Los populistas”, escribe Mounk, “se dan cuenta de lo peligrosas que resultan las instituciones intermediarias que interpretan los puntos de vista y los intereses de grandes segmentos de la población para la ficción de que ellos, y solo ellos, hablan por el pueblo. Por eso se esfuerzan para desacreditar esas instituciones como herramientas de las viejas élites e intereses externos”. En muchos casos, los populistas asumen esta confrontación como una batalla personal. El resultado es la percepción de que los periodistas no representan una de las libertades esenciales de una sociedad democrática sino que son enemigos a los que hay que reducir hasta la insignificancia.
En los últimos días, esta confrontación radical y tóxica entre un gobierno populista y la prensa alcanzó su punto de ebullición en Estados Unidos cuando, fuera de sí, Donald Trump atacó por enésima ocasión al reportero de la CNN, Jim Acosta.
En México, durante la transición presidencial, Andrés Manuel López Obrador ha incurrido, por desgracia, en el mismo vicio. Como ha sido su costumbre por años, el presidente electo descalifica por sistema a la prensa crítica. Para López Obrador, como ha quedado claro, la relación con los medios de comunicación es eminentemente binaria: quien no cierra filas detrás de su proyecto trabaja en su contra. En el universo lopezobradorista, como en el trumpista, no existe siquiera la posibilidad de imaginar la existencia de la prensa crítica y libre.
Como Trump, López Obrador ha asumido para sí la batalla frente a los periodistas críticos. Se trata de un conflicto personal. “Me gusta quitarles la máscara, desnudarlos”, ha dicho. No está solo. Su esposa también participa en la confrontación, lo mismo que funcionarios públicos de alto nivel en el futuro gobierno, todos convertidos en destemplados pugilistas. López Obrador argumenta que su batalla con la prensa es el ejercicio elemental del derecho de réplica. Lo mismo, imagino, diría todo ese círculo cercano que trota por el cuadrilátero soltando ganchos a quien diga pío. Se equivocan.
La relación entre el poder y la prensa es asimétrica por naturaleza y pretender lo contrario es un acto de peligroso cinismo. Por eso, el papel del poderoso es, primero, robustecer la libertad de prensa y la legitimidad del oficio, ambas fundamentales para la consolidación de una democracia frágil. Esto no implica, evidentemente, no debatir. Pero el debate no es lo mismo que la descalificación. Cuando Trump acusa a la CNN de ser “fake news” incurre en una descalificación que hace imposible el debate porque lo reduce a un esputo dogmático. Lo mismo sucede cuando, desde el poder inminente, el presidente electo de México llama “fifí” a un periodista o lo acusa, sin más, de mentiroso. La descalificación, además, permea en la arena pública. De pronto, en redes sociales y cada vez más fuera de ellas, los periodistas críticos del lopezobradorismo son todos “chayoteros”, defensores del viejo régimen. Sin importar que en ese grupo se incluyan académicos de gran trayectoria, intelectuales con décadas de obra, expertos en economía y, sí, honrados periodistas.
Como explica Yascha Mounk, se trata de un camino peligroso. La descalificación sistemática de la crítica y el oficio periodístico no es normal en EU y tampoco en México. EU, por ahora, está más allá de la salvación: Trump no abandonará su discurso de antagonismo con los periodistas que exhiben sus falencias. EU sufrirá las secuelas por décadas. El futuro gobierno de México está a tiempo de recapacitar. El periodismo, amplio y generoso, incluye géneros que permiten el intercambio de ideas y su discusión. Para eso está la entrevista, naturalmente. Lo que no permite, ni debe asumir jamás con normalidad, es el asalto sistemático desde el poder. Eso es el principio de la tiranía, no el comienzo de la necesaria renovación moral de nuestro quehacer público.