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La semana pasada, en este mismo espacio, lamenté el nombramiento de Manuel Bartlett como nuevo director de la Comisión Federal de Electricidad. Expliqué entonces que, al elegirlo, Andrés Manuel López Obrador había decidido ignorar una parte del mandato que recibió el primero de julio: repudiar al régimen anterior y al PRI, comenzando por sus figuras emblemáticas. Ahora, el presidente electo enfrenta un nuevo desafío.
Otro elemento indudable de la voluntad de los votantes fue la exigencia de que el gobierno entrante evite a toda costa los conflictos de interés. Pocas cosas hicieron más daño durante el peñanietismo que su ceguera ante la larga lista de vínculos, contratos y amistades que puso en duda la honestidad del presidente y sus colaboradores cercanos. El escándalo contribuyó al colapso del PRI y fortaleció, en las urnas, el mandato lopezobradorista, cuyo mensaje arraiga, antes que nada, en la honradez y la sana distancia del poder político con el poder económico. El primero de julio, los votantes mexicanos le encomendaron a López Obrador la tarea de impedir cualquier abuso desde el poder, comenzando por los conflictos de interés.
De ahí el dilema de Alfonso Romo.
Primero lo primero: Romo es un empresario polémico pero importante, pionero en biotecnología y activo en varias otras áreas de la economía mexicana en las últimas décadas. Tuve oportunidad de conocerlo hace un par de años, cuando me invitó a una serie de conferencias sobre la situación política de México. Encontré a un hombre preocupado por el país; decidido, desde entonces, a apostar por el proyecto de Andrés Manuel López Obrador. Su presencia en la campaña resultó fundamental, aconsejando al candidato y construyendo, de manera diligente, un vínculo entre López Obrador y el empresariado mexicano. Sin Romo, la campaña de López Obrador y el rumbo de la transición habrían enfrentado un camino más difícil.
Para un empresario como Romo, sin embargo, no es lo mismo ser parte de una campaña que ser parte de un gobierno. En lo primero se vale utilizar, dentro de la ley, los vínculos construidos desde la iniciativa privada. En el segundo escenario, esos mismos vínculos —y, crucialmente, los recursos propios— se convierten en potenciales conflictos de interés, justo como los que el electorado mexicano repudió con justificada rabia el primero de julio.
Romo mismo lo sabe muy bien. Un par de meses antes de la elección, Azucena Uresti le preguntó, en una larga e incisiva entrevista en Milenio, si en efecto se convertiría en Jefe de Gabinete de Andrés Manuel López Obrador, como el candidato había insistido. Romo respondió con claridad. “Yo la verdad les digo, con mucho respeto: yo no voy a hacer nada que tenga yo conflicto de interés”, dijo, para continuar con una explicación pertinente. “Yo le decía a Andrés Manuel mismo el otro día, de broma: ‘Ya no digas que voy a ser Jefe de Gabinete porque no voy a ser’. ¿Por qué? ¿Te acuerdas del caso de las toallas-gate de Fox? ¿Te acuerdas? Imagínate tú, yo con los negocios que tengo. Mañana mi grupo financiero hace una colocación de papel de Pemex. ¡No!”, dijo, echando las manos arriba, imaginando la alarma. “Tú imagínate. Yo tengo que ser muy cuidadoso por la reputación que le debo a mis negocios, a mi familia, al mismo país, al mismo gobierno. Habría mucha suspicacia. Yo prefiero ayudarlo de otra forma que no tenga conflicto de interés. No quiero ser Jefe de Gabinete de Andrés Manuel. No voy a serlo”.
En efecto: Romo tiene que ser cuidadoso, sobre todo ahora que parece haber aceptado el puesto que dijo que no iba a aceptar precisamente para evitar incluso la sospecha de un conflicto de interés. Las cosas no han comenzado bien. Durante el fin de semana, Andrés Manuel López Obrador publicó en Twitter un mensaje compartiendo su visita, en Chiapas, a los laboratorios de la empresa Agromod, como parte del “trabajo de campo” para el proyecto de “siembra de un millón de hectáreas de árboles maderables y frutales”. Agromod, nos dijo a todos el presidente electo a través de su Twitter, se dedica precisamente a la “producción de plantas tropicales”. López Obrador incluyó una fotografía en la que posa con el personal de la compañía, aparentemente vestido con la misma bata que los encargados del laboratorio. Agromod es una empresa de Alfonso Romo quien, por cierto, aparece también en la fotografía, sonriendo detrás de López Obrador. Es decir: como parte de uno de los proyectos más ambiciosos de su sexenio —que empleará, ha dicho López Obrador, a por lo menos 400 mil personas e implicará una inversión considerable— el futuro presidente de México, visitó (y promovió) una empresa de su futuro Jefe de Gabinete, compañía que se dedica precisamente al negocio del proyecto en cuestión. Como Agromod, Romo tiene otras empresas dedicadas a la agricultura. Una de ellas es Enerall, vinculada a la trasnacional Cargill, que se dedica, entre otras cosas, a la “originación de graneles agrícolas”, incluido el maíz, otra piedra angular del proyecto lopezobradorista para el campo mexicano.
Alfonso Romo haría bien en hacer caso a su instinto original. El conflicto de interés o incluso la percepción del mismo deberían ser inadmisibles en el gobierno lopezobradorista. En efecto, como dijera el propio Romo hace apenas tres meses, la misma “suspicacia” vulnera no solo a la Presidencia que está por comenzar sino al electorado que, con auténtica esperanza, encomendó a López Obrador y a su equipo de campaña la limpieza incluso moral del gobierno mexicano. Están a tiempo de rectificar.