El dramático juicio en contra de Joaquín Guzmán en Nueva York debe borrar para siempre la idea romántica del narcotraficante y su negocio. Guzmán, ahora queda completamente claro, no merece apodo alguno.
Una parte de México lo ha visto con encanto malsano. Es curioso porque, a diferencia de Pablo Escobar en Colombia, Guzmán nunca buscó, al menos hasta que decidió tratar de contarle su historia a Kate Del Castillo, protagonismo público alguno. Antes de la extraña entrevista en video que le enviara a Sean Penn, su voz y sus gestos eran una incógnita. En Colombia, la voz de Escobar estaba por todos lados. En México, el único registro de Guzmán está en aquella presentación frente a las cámaras en 1993, cuando declaró ser un simple agricultor antes de ingresar a Puente Grande. De ahí en fuera, nada. Solo rumores y leyendas urbanas. Ese carácter fantasmal explica la fascinación por su figura, lo mismo que el atrevido espectáculo de sus dos fugas. Los mitos sobre su fortuna y el éxito de su negocio, así fuera tóxico y violento, sumaron al relumbrón. El resultado ha sido un hombre que, entre las sombras, se ganó fama de supuesto Robin Hood, forajido mítico y empresario astuto. No Joaquín Guzmán sino El Chapo.
El extraordinario proceso judicial contra Guzmán exhibió a un hombre cuyo propósito único a lo largo de treinta años ha sido aprovechar los huecos institucionales y las fracturas incluso morales del sistema político y legal mexicano para envenenar a millones de personas. De acuerdo con el devastador caso presentado por la fiscalía en Brooklyn, Guzmán estableció una red de extorsión y corrupción que sirvió para lubricar la buena marcha del Cártel y al mismo tiempo corromper las instituciones mexicanas a distinta escala. Guzmán consolidó una red transnacional de narcotráfico que convirtió a México en ruta y proveedor para el mercado estadounidense. Esa colaboración de Guzmán con las organizaciones criminales colombianas sería responsable, con el paso de los años, del envenenamiento de millones de personas. Durante la construcción de su imperio, Guzmán se volvió un asesino sin remordimientos. El juicio ventiló descripciones brutales de los alcances crueles de Guzmán: extorsión, chantaje, tortura, venganzas, frenesí sanguinario. No es ninguna exageración decir que Guzmán es personalmente responsable de la ejecución de miles de personas.
Por si eso fuera poco, el juicio en Nueva York también ha expuesto los vicios personales de Guzmán. Ahí está su vida de lujo y exceso, levantada con vidas robadas. Y al final, en los últimos momentos del juicio, los repugnantes detalles de su proclividad pederasta, coleccionando jovencitas en la pubertad de las que abusaba, drogándolas a los trece años para luego violarlas, meras “vitaminas” (Guzmán dixit) para robustecerlo.
En México, en estos años terribles de la guerra contra el narcotráfico y la violencia, nos ha hecho falta nombrar con toda claridad la maldad de los criminales. El ánimo implacable y admirable con el que la sociedad ha rechazado la corrupción política ha brillado por su ausencia a la hora de repudiar a quienes, como Joaquín Guzmán, han hecho un negocio de nuestras carencias y desgracias. El verdadero Joaquín Guzmán no es el Chapo de leyenda, un mero agricultor que escapó de la pobreza como pudo, proveedor incomprendido de los desamparados. Es un criminal que no merece celebración sino escarnio. La construcción de un mejor México no debería admitir ambigüedades: la conducta criminal merece persecución desde la ley y repudio cultural y social. Lo contrario legitima a depredadores que, al amparo de una leyenda mal ganada, atentan contra nuestro mejor destino. Neguémosles el apodo. Llamémosles por su nombre.