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Si existe una época que imprime un sello indeleble en la formación de una persona, es el periodo de estudios universitarios. El impacto radica en la información que se recibe y la enorme influencia con que el entorno universitario puede influir en el proceso de maduración del estudiante. Es decir, la universidad no sólo capacita técnicamente al individuo, también le proporciona una visión más completa de la sociedad. La UNAM, para cumplir con estos objetivos, representa una extraordinaria oportunidad; literalmente una oportunidad, es decir, no es un regalo, es un entorno que ofrece múltiples opciones que se pueden aprovechar o ignorar, ya que la UNAM, por su enorme tamaño tanto en población estudiantil como en el campus universitario, también representa un riesgo de que el alumno pierda el tiempo si su disciplina y determinación de estudiar no son firmes.
Lo que la UNAM me ha aportado no se limitó a los años de la carrera, la relación que mantengo con ella me sigue enriqueciendo. Ingresé en 1970 a la Facultad de Ingeniería sin haberme podido desprender del otro interés que ya existía en mí: la medicina. Mi tránsito por la carrera de ingeniería fue gratificante y realmente me gustaba, lo que no me satisfacía era la perspectiva de dedicarme a eso toda la vida. Motivo por el cual, en 1972, me cambié a Medicina, carrera que ha llenado con creces mis expectativas. Mi tránsito por ingeniería no fue tiempo perdido, además de hacer buenos amigos, algunos de los cuales aún frecuento, dejó en mi formación elementos importantes sobre matemáticas y ciencias exactas que enriquecieron mi desarrollo profesional. Como estudiante de ingeniería viví otra experiencia que parecería intrascendente, pero que también ha contribuido a que como médico oncólogo entienda mejor a los pacientes con cáncer que reciben quimioterapia y pierden el cabello. En 1970, las tradicionales “perradas” a los alumnos de nuevo ingreso incluían la rapada, con modos y procedimientos frecuentemente agresivos y humillantes. Verse “pelón”, particularmente sí fue algo que uno no decidió por gusto, no es trivial, y afecta tanto a mujeres como a hombres, obviamente a ellas en mayor grado. La oportunidad de poder tomar la decisión de cambiar de carrera, una de las más importantes en mi vida, me la dio la UNAM. En esa generación ingresamos más de 5 mil alumnos, lo cual, literalmente, rebasaba la capacidad que tradicionalmente manejaba la Facultad de Medicina. Para uno como estudiante representó un gran reto, ya que la calidad de los profesores y de las sedes de los diferentes cursos era muy heterogénea. Eso significó un esfuerzo adicional, no siempre fácil, para realizar múltiples cambios de grupo en busca de las mejores sedes. Existía una enorme diferencia entre cursar una materia clínica en un hospital dedicado a esa especialidad, que en una pequeña unidad médica, habilitada como sede universitaria para poder satisfacer la sin precedente gigantesca demanda de estudiantes.
Ya graduado como médico continué mis estudios de posgrado en instituciones académicas con el reconocimiento de la UNAM, el Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán y el Instituto Nacional de Cancerología (INCan). Posteriormente estuve en el MD Anderson Cancer Center en Houston, Texas, y desde mi regreso a México laboré en el INCan en contacto con residentes mexicanos y extranjeros, cuya evaluación incluye la que realiza la División de Estudios Superiores de la Facultad de Medicina de la UNAM; esa tarea la realiza la UNAM con apoyo del Comité de Oncología de dicha División. Tuve el honor de coordinar este Comité durante varios años, actividad extraordinariamente gratificante, ya que me permitió tener una visión más completa de la enseñanza y evaluación del conocimiento. En otras palabras, aplicar la vieja máxima de que el verdadero conocimiento no sólo es el que se adquiere sino el que se puede transmitir a otros.
En el campus universitario, y sin tener que haber sido alumno, he realizado otras actividades que también me han redituado mucho. Durante años corrí en la pista de calentamiento que está a un lado del Estadio Olímpico; y algo que sigo disfrutando es su sala de conciertos, en particular la temporada de la Orquesta de Minería.
Después de casi cinco décadas de haber ingresado a la UNAM creía conocer cuál era el espectro de su impacto social. Sabía que la Fundación UNAM apoyaba a alumnos de escasos recursos para la realización de proyectos académicos; sin embargo, recientemente descubrí que limitada era mi información al respecto. A fines del año pasado tuve la honrosa distinción de haber sido invitado a formar parte de su Consejo. A través del cual me ha sorprendido la extraordinaria labor que realiza. Su impulso a la formación académica con becas en instituciones fuera del país y a proyectos de investigación es enorme. Pero no se limita a ello, entre otros apoyos, diariamente proporciona alimentos a miles de estudiantes, que para muchos de ellos ha significado el poder continuar con sus estudios.
Los lazos que me vinculan con la UNAM no derivan únicamente de las actividades realizadas; existe una relación emocional permanente que se hace más evidente cada vez que movimientos pseudo académicos o gangsteriles amenazan su funcionamiento. Es doloroso ver cómo ciertas acciones la han debilitado; como egresado me resulta inaceptable imaginar que pudieran desintegrar esa extraordinaria plataforma de oportunidades.
Denominar estas reflexiones como “Yo y la UNAM” capta mi sentir sobre la Universidad a lo largo de casi 50 años y va más allá de lo que hubiera representado por ejemplo el título de “Mi Experiencia como Estudiante de la UNAM”, ya que es una relación que continúa, se mantiene presente y se evoca a partir de múltiples vivencias cotidianas, muchas de ellas todavía con participación activa.