Un artículo reciente de Max Fisher y Amanda Taub, publicado recientemente (02/04/19) en el New York Times, ha puesto al descubierto algo que ya se intuía: los números no cuadran, la invasión de migrantes no es tal. Más aún, según esta investigación periodística, la migración neta a los Estados Unidos a través de su frontera con México se encuentra en  mínimos históricos. Las detenciones fronterizas en 2017 y 2018 son las más bajas que se tienen registradas y, aunque estas han aumentado en lo que va de este año, los números siguen estando por debajo de los que se tenían en los años ochentas y noventas del siglo pasado, e incluso en los primeros años del actual.

Ocurre, ciertamente, que la capacidad de los centros de detención está llegando a su límite y que las necesidades de asistencia médica a los migrantes parecen estar rebasadas. Al menos eso sugieren algunas imágenes difundidas: mujeres y niños amontonados, hacinados, en instalaciones sobrepobladas, en condiciones inadmisibles.

Pero la verdadera explicación de ello radica, según expertos en ambos lados de la frontera, en que la supuesta crisis no es resultado de un aumento en el número de migrantes ilegales que intentan cruzar, sino en las políticas que concentran en ciertos centros a las familias migrantes que se entregan voluntariamente y que son tratados como si fueran invasores. Se pretende con ello crear la idea de que hay una verdadera invasión. Lo cual se ha logrado en diversos sectores.

Si se trata a las familias como criminales y se les arresta, se saturan los centros de detención, el sistema se ve rebasado y se generaliza la idea de caos. Esto propicia que se apliquen políticas fronterizas cada vez más duras, para acabar con el desorden, pero el efecto resulta ser el contrario. Concentrar a familias enteras en instalaciones diseñadas para acoger a aquellos migrantes ilegales que supuestamente serán rápidamente deportados, magnífica el problema y este se registra como tal en el imaginario colectivo.

Por otro lado, cuando un número considerable de personas se entrega voluntariamente, con la esperanza de solicitar asilo (lo cual es un derecho garantizado por las leyes internacionales), pero se les da el trato de migrantes indocumentados o peor aún, como si realmente fueran delincuentes, se refuerza la falsa idea de que hay una verdadera invasión de migrantes y de delincuentes, que han rebasado la capacidad de los centros migratorios de detención y, claro, causan alarma en la población. Se construye así la noción de crisis.

Las crisis migratorias tienen ciclos, sostienen Fisher y Taub. Hace unos 30 años, Estados Unidos construyó un muro en su frontera en el cruce de San Ysidro que une a San Diego con Tijuana y el Océano Pacífico. Esto propició que surgieran otros cruces de migrantes indocumentados. Es decir, se decidió endurecer un punto fronterizo, lo cual propició que se abrieran a cambio muchos más. Luego se construyó más muro y se incrementó el número de agentes de la patrulla fronteriza. La consecuencia fue que se abrieron nuevas rutas en los desiertos de Arizona, y empezó “la invasión”, pero en realidad los números no variaron mucho.

Aunque en menor escala y en contextos distintos, algo similar se ha observado en otros países, en los que existe un fuerte sentimiento antinmigrante y en donde las políticas migratorias se han endurecido para restringir, cada vez más, el acceso a quienes aspiran a encontrar condiciones de vida más dignas o más seguras, y deciden emigrar. Se trata pues, de un patrón que consiste en generar la idea de que el problema está totalmente fuera de control. Algunas imágenes televisivas y en redes sociales, lo refuerzan. Las fronteras terrestres más estrictas de la Unión Europea, por ejemplo, llevaron a más refugiados a viajar en botes. Cuando algunos de éstos se hundieron, y aparecieron imágenes desgarradoras de cadáveres de niños ahogados en las playas del Mediterráneo, el sentimiento de caos migratorio se profundizó entre los europeos. Esta crisis migratoria en Europa en 2015 y 2016 tuvo grandes consecuencias políticas que contribuyeron a alimentar los temores sobre el tema en los Estados Unidos.

Las políticas fronterizas más estrictas son motivo de creciente atención y mucha controversia. Proliferan las noticias que muestran a personas desesperadas en campamentos improvisados, creando la impresión de una frontera desbordada, en la que no hay control alguno. Algunas imágenes y/o comentarios claramente intencionados, terminan por infundir un cierto temor hacia los migrantes. Justificado o no, el fenómeno tiende a crecer. El asunto es delicado porque polariza a la población.

Adicionalmente, hay elementos que sugieren que las causas de este fenómeno pueden ser más profundas que solo las nuevas políticas migratorias y la manipulación de imágenes. Cambios adversos en la economía familiar, asociados a fenómenos migratorios, pueden generar la impresión de que hay una relación de causa y efecto, de que “se está perdiendo el control” y, sobretodo, de que se trastoca el status de ciertos sectores. Se trataría pues, de una combinación de fuerzas que trastocan sentimientos profundos, y se convierten en una suerte de amenaza a la seguridad y a la identidad de algunos grupos sociales.

Hay puntos fronterizos que son más propicios para transmitir que existe una situación generalizada de caos. Resultan ser particularmente atractivos en tiempos preelectorales, sobre todo para quienes enarbolan banderas nacionalistas. La idea de que hay identidades homogéneas que hay que preservar a toda costa es persuasiva para algunos, pero también es muy peligrosa. Conlleva un potencial violento y destructivo. Los migrantes son frecuentemente víctimas de ello.

Cuando se plantea la migración como un bastión que pone en riesgo la soberanía de los pueblos, el tema se complica aún más. Pocos asuntos tan poderosos para evocar reacciones nacionalistas, intensas, acaso pasionales, como el de una soberanía amenazada. La investigación psicosocial ha mostrado cómo los temores sobre las fronteras no controladas evocan otros sentimientos profundos, que tienen que ver con la pérdida de identidad, de control o de bienestar. Sentirse seguros es una legítima aspiración de todos. En ese contexto, la identidad grupal y familiar es fundamental. No cabe duda, pues, que para algunos sectores (sobretodo de población blanca en países occidentales), la creciente diversidad generada por la migración ha provocado que se sientan amenazados. Esto explica, si bien no justifica, muchas de sus reacciones.

En el fondo es un tema de poder que puede expresarse en términos raciales. Cuando esto ocurre, las personas se aglutinan en torno a una raza y catalogan a los extranjeros como una amenaza, aunque los consideren étnicamente inferiores. En todo caso, se trata de un resorte poderoso mediante el cual se rechaza la migración y se fortalece el nacionalismo, al mismo tiempo. Miel sobre hojuelas para los líderes populistas.

Según la Organización Internacional para las Migraciones, se espera que los flujos migratorios globales sigan aumentando en el mediano y largo plazos debido, entre otros factores, al cambio climático y al aumento en las desigualdades económicas. No hay que olvidar que las fronteras son también un símbolo de las identidades nacionales puestas en un contexto territorial. Por eso, cuando se percibe que hay una ola descontrolada de migrantes y una situación de caos en la frontera, se puede construir una crisis con relativa facilidad, aunque no haya tal. En todo caso, lo que hay es un problema complejo, doloroso, politizado e ineludible. México lo está afrontando con una nueva política migratoria, sensible, solidaria, que pretende llegar a las causas de origen, mas allá del discurso estridente. Puede ser una ruta que tome tiempo, pero tiene un robusto sustento ético y social.

Embajador de México ante la ONU

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