De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones, alrededor de 7 mil personas (un tercio de las cuales son menores) se han sumado a la caravana de migrantes centroamericanos, sobre todo hondureños. La caravana ingresó a nuestro país en días pasados y pretende llegar a la frontera sur de los Estados Unidos. Las cifras disponibles no acaban de cuadrar, pero se van afinando. De acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR), tan solo en Tapachula, mil setecientas personas solicitaron formalmente asilo a México, en tanto que otros 500 han pedido asistencia para retornar a su país de origen. Honduras asegura que cerca de mil ya han regresado. Huyen de la violencia, es lo que dicen, y también de la persecución.

El asilo constituye uno de los actos de mayor nobleza del mundo civilizado. Además de ser un hecho desinteresado y solidario, no existen para él diferencias de raza ni de clase, de religión o ideología. Es también uno de los actos más profundamente humanos y más justos, porque concibe a cada mujer y cada hombre como lo que es: un ser único, irrepetible, irremplazable, cuya existencia individual es trascendente para la humanidad entera.

Se ha dado asilo al poderoso y al mendigo, al combatiente y al pacifista. El asilo ofrece una nueva casa a quien la ha perdido, a quien la ha visto amenazada, a quien ya no puede defenderla. Con él se reabren las puertas de la esperanza para aquellos que, contra su voluntad, se alejan dolorosamente de su propia tierra, de su propia morada.

La amarga experiencia del exilio se suaviza con el descubrimiento del otro, que aunque de diferente origen, también es reflejo de uno mismo. Por eso, en un amplio sentido humanista se puede decir que en realidad todos somos exiliados, en tanto que andamos en busca —a lo largo de nuestras vidas— de la casa de la igualdad, la justicia y la realización de nuestras utopías.

Desde su origen, pueblos e individuos han buscado su tierra prometida. Pero esta ilusión de porvenir ha sido difícil y, muchas veces, sin remedio, irrealizable. Las migraciones humanas han tropezado, con frecuencia, con la confrontación, la mezquindad y los fanatismos de algunos grupos que, habiendo llegado antes a ciertos territorios, se oponen a recibir a quienes buscan incorporarse a esos espacios, sin importar las consecuencias trágicas de su negativa.

Esa suerte de egoísmo colectivo ha propiciado miseria, desesperación y violencia; ha impedido también el pleno desarrollo de las sociedades. Amparadas por creencias tan injustificadas como el determinismo religioso o la pretendida superioridad de la raza, las sociedades más conservadoras, azuzadas con arengas nacionalistas, rechazan, cada vez con más frecuencia, la llegada de los emigrantes.

Sin embargo, una visión puramente fatalista sólo cubre un ángulo del problema. En el afán de salvar sus vidas, las migraciones han sido determinantes en la historia de muchos países que, gracias a ellas, han intensificado su capacidad de desarrollo cultural, económico y social. Este impulso de supervivencia ha modificado para siempre, en diversos lugares, el curso de los acontecimientos. No es exagerado decir que el mundo entero ha sido construido y reconstruido por los emigrantes.

El asilo ha sido otorgado por sociedades solidarias y generosas no a grupos sino también a individuos. Dante, en el exilio perpetuo al que fue condenado, aprendió que nada de lo humano le era ajeno. Víctor Hugo por su parte, confesaba que sólo desde la distancia del exilio había aprendido a amar y a conocer verdaderamente a Francia. Luis Cernuda fue uno de los muchos formidables españoles trasterrados que, alejados de su patria por los horrores de la guerra, hallaron en México una tierra propia y una sociedad ávida de conocimientos con la que compartieron su idea del mundo. En su casa de Coyoacán, donde murió en 1963, Cernuda escribió en una de sus últimas cartas: “Hoy sé que, esté donde esté, estoy en el lugar en donde debí estar desde siempre”.

Como él, un nutrido grupo de intelectuales provenientes no sólo de España sino de países como Alemania, Líbano, Israel, Chile, Argentina o Uruguay, entre otros, han enriquecido la vida de México. El asilo nos ha transformado de forma decisiva. Porque ha permitido el arribo, junto con las personas, de ideas, experiencias y perspectivas nuevas. Prueba de ello son, por ejemplo, la fundación de la Casa de España, hoy conocida como Colegio de México; y el fortalecimiento de la docencia y la investigación tanto en el campo de las ciencias como en el de las humanidades en la Universidad Nacional. Mucho les deben los institutos, las facultades y escuelas, así como las más diversas corrientes de pensamiento que hoy nutren nuestra vida cultural.

Sin ellos sería difícil entender a la sociedad mexicana actual, pues han dejado su huella y han ayudado a construir, con su trabajo, sus tradiciones y costumbres, la sociedad multiétnica y pluricultural que tenemos y de la que debemos sentirnos orgullosos. Es una de nuestras grandes fortalezas.

En México, el asilo ha sido un espacio abierto de nuestras conciencias, pero también un debate permanente. Porque no sólo las guerras y las persecuciones de los gobiernos justifican el derecho de asilo de las familias y los pueblos. ¿Acaso la miseria, la desesperanza, el hambre, no justifican la petición de refugio? ¿Por qué los países más desarrollados cierran puertas a las naciones que han sometido a la explotación de sus ciudadanos y de sus recursos naturales? ¿No puede ser el derecho de asilo una manera de compensar la desigualdad, el sojuzgamiento y la represión que han sufrido las sociedades pobres a manos de gobiernos codiciosos, autoritarios, represivos?

La ecuación no es sencilla: ¿cómo conjugar el derecho de los países a administrar sus fronteras con los derechos de migrantes y refugiados? La Carta Internacional de los Derechos Humanos no deja ninguna duda al respecto, y dice: “Cada uno de los Estados se compromete a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción los derechos reconocidos, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social”. Esto significa que cada persona tiene derecho a recibir protección, asesoría legal y asistencia humanitaria. Se trata pues, de un derecho humano fundamental que conforta a quien lo pide y engrandece a quien lo brinda. De ahí que sea necesario retomarlo como tema de la discusión inteligente que la agenda nacional requiere. No para dividirnos sino para unirnos. Ofrecer visas y trabajo a quien lo solicite nos honra, nos distingue y nos humaniza.

Analizar con esta perspectiva el caso de la caravana centroamericana, nos da una percepción distinta y nos motiva a encontrar alternativas dignas para su continuo desplazamiento, cualquiera que sean sus causas. Bien haríamos en aprovechar la circunstancia para tratar de conocernos mejor en la mirada de todos ellos. Como diría Antonio Machado, quien por cierto murió trágicamente en el exilio: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”.

Es precisamente la ventana de esa mirada la que puede ayudarnos a decidir, frente a presiones de cualquier índole —sean externas o internas— cómo honrar uno de nuestros rasgos de mayor nobleza: el de la solidaridad con los peregrinos que buscan asilo. Pero si esto no fuera suficiente, habría que recordar entonces que nuestra Constitución y las leyes internacionales también los protegen, y tenemos la obligación de velar por sus derechos cuando entran a nuestro país.

Si otros quieren aprovechar esta crisis migratoria con fines político-electorales, allá ellos. México debe definir su postura dignamente, con estricto apego a la mejor tradición de nuestra política exterior, la que nos ha dado prestigio y autoridad moral frente al mundo: México ha sido y debe seguir siendo, un país de asilo.

Profesor emérito de la UNAM

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