La muerte es inevitable, pero una muerte con sufrimiento no lo es. Morir con dignidad es no solo un anhelo, seguramente compartido por todos, sino un derecho que adquiere forma y estatuto jurídico en cada vez un mayor número de sociedades. En Europa, se han sumado a Suiza (con una larga tradición liberal en estos asuntos) otros países como Austria, Bélgica, Finlandia, Alemania, Luxemburgo y Holanda. Australia y Japón también han logrado avances significativos en esta materia, al igual que Uruguay y Colombia. En los Estados Unidos, la muerte asistida es legal en los estados de California, Colorado, Hawai, Montana, Oregon, Vermont, Washington y el Distrito de Columbia. Aunque los criterios varían, muchos la consideran como algo distinto a la eutanasia y ciertamente al suicidio. Creo que hay razones válidas para ello.
Son varias las causas que explican el creciente interés en el tema. Una de las más poderosas —paradójicamente— radica en los grandes avances de la medicina. Tenemos una esperanza de vida cada vez mayor. Vivir más se considera una suerte de triunfo de la ciencia sobre la muerte. Pero la muerte no es lo contrario de la vida, es parte de la vida. Lo que ocurre es que con la longevidad han cambiado el concepto de la vejez y de la muerte.
Vivir más no significa necesariamente vivir bien. Diversos estudios muestran que en la vejez aumentan las desigualdades, se acentúan la soledad, el sufrimiento y las enfermedades terminales, costosas —en lo emocional y en lo económico— tanto para el paciente como sus familiares. De hecho, se estima que dos de cada tres personas mueren de enfermedades asociadas con la longevidad. Así que, si no morimos en un accidente o, como consecuencia de alguna catástrofe natural o inducida, o si no somos víctimas de la violencia, es probable que vivamos más tiempo, aunque con un alto riesgo de padecer eventualmente alguna enfermedad a la que no logremos sobrevivir.
La negación de la muerte, como pasa en la novela de Tolstoi La muerte de Ivan Ilich, hace que todos eludan el tema: los que se están muriendo, sus familiares y hasta los propios médicos. Cuando esto ocurre se genera una auténtica conspiración del silencio. Todos lo saben, pero nadie se atreve a hablar de ello. No es la forma más saludable de lidiar con el asunto. Pero me parece que esto está cambiando, y a pasos acelerados. Hoy el tema se discute mucho más abiertamente. En las redes sociales hay plataformas, blogs, páginas y chats en donde se empieza a hablar de la muerte en voz viva y en primera persona. Pareciera que también los abuelos de los millennials han encontrado en la tecnología formas de compartir sus preocupaciones, sus sentimientos, su manera de comunicarse con otros que experimentan circunstancias similares. No me queda duda: hay una nueva narrativa sobre cómo afrontar la muerte y cuáles son las vivencias de cada uno frente a ella.
La muerte ha dejado de esconderse detrás de los muros de los hospitales y la imagen de cualquier persona en una unidad de cuidados intensivos conectada mediante tubos a un ventilador pulmonar, a un riñón artificial, inconsciente o semiconsciente, alimentada por una sonda incrustada en el intestino, nos resulta sencillamente aterradora. Cada vez somos más los que no queremos acabar así. Tenemos el derecho a optar por una muerte más digna, más libre, menos dolorosa. La muerte de cada uno será un proceso singular e irrepetible. La pregunta es: ¿cómo queremos vivirlo?
Atreverse a mirar de frente a la muerte, que de manera inevitable vendrá, no siempre es fácil. El curso de los años lo va propiciando, aunque a la vejez también le gusta ocultarse. A veces existe una doble negación. Por otra parte, la muerte de gente querida propicia la reflexión. En realidad, cada día que pasa nos morimos un poco. Así que reflexionar periódicamente sobre la muerte puede ser provechoso. Pienso que, en todo caso, hacerlo es un estímulo de vida para distribuir mejor el escaso tiempo que tenemos, para decidir con íntima libertad sobre nuestras opciones de vida.
Al médico le toca evaluar, diagnosticar, informar, aconsejar. Pero la decisión final recae en el paciente (asumiendo que está en la plenitud de sus facultades para hacerlo) y, cuando sea posible, en común acuerdo con sus familiares. Ante un proceso de esta naturaleza es fundamental respetar la libertad de conciencia, tanto de médicos como de pacientes. A nadie se le debe forzar. Las decisiones deben tomarse de manera conjunta y en condiciones muy específicas.
La mayoría de los marcos jurídicos vigentes, aunque no todos, requieren la presencia de criterios objetivos de terminalidad en la condición clínica del enfermo. Es decir, que tenga una enfermedad incurable con una corta expectativa de vida. Contemplan, además, una serie de mecanismos para evitar que se abuse de esta posibilidad que no deja de ser controvertida, polémica, toda vez que tiene una fuerte carga emocional y trastoca fibras sensibles desde el punto de vista ético y moral.
La nomenclatura vigente no ayuda. Al contrario, genera confusión: voluntad anticipada, cuidados paliativos, tanatología, muerte asistida, suicidio asistido, eutanasia, ortotanasia, etcétera, son términos que se usan con frecuencia como si se tratara conceptos intercambiables y en realidad no lo son. Las diferencias podrían parecer sutiles, pero tampoco lo son tanto. En la confusión se entremezclan la ignorancia y los prejuicios, se inventan mitos y muchas veces los propios médicos rehúyen el tema. No todos saben manejarlo. Pero cada vez hay más información que nos obliga a repensar cómo estamos lidiando con estos asuntos. Por ejemplo, un estudio reciente mostró que el tiempo de sobrevida de los enfermos terminales estaba sobreestimado por sus médicos tratantes en más del doble de lo que en realidad vivieron, retrasando así medidas paliativas que podrían haber disminuido sensiblemente su dolor y sufrimiento.
La información disponible también muestra que la mayoría de las personas prefiere morir en paz (cada quien lo define a su manera) que vivir más. Entonces ¿por qué nos obstinamos en lo contrario? Una mejor muerte no es otra cosa que una mejor vida hasta el final. Honrar las preferencias personales de los enfermos permite al médico ejercer su profesión con verdadero humanismo y reconocer las limitaciones de su profesión. La muerte no es el enemigo a vencer.
Suspender medidas de soporte vital, indicar un proceso de sedación terminal o asistir a alguien que ha decidido no prolongar más su sufrimiento son, todas ellas, decisiones difíciles. Los tiempos actuales, y los que vendrán, nos obligan a revisar nuestros marcos de referencia legales, pedagógicos, éticos y profesionales, acaso para corregir ciertos rumbos. Pienso que, gracias al impacto que han tenido la ciencia y la tecnología en la medicina, hemos avanzado más en tratar de salvar vidas que en evitar el sufrimiento y preservar la dignidad de los enfermos. Es bastante absurdo, porque no deberían ser excluyentes lo uno de lo otro. Pero también creo que las circunstancias actuales nos permiten tratar de encontrar un mejor equilibrio entre ambas vertientes. Surgen nuevos derechos, hay más libertad para expresar puntos de vista disímbolos y, paulatinamente, se van construyendo nuevos paradigmas en los que convergen en armonía la ética y la libertad frente a temas complejos, como este.
Hablar de la muerte y reflexionar sobre ella no sólo nos deja pensativos sino que, como diría Fernando Savater, nos vuelve a todos un poco pensadores. Y si eso nos humaniza, pues bien vale la pena hacerlo.
Profesor Emérito de la UNAM