La cifra oficial de muertes por sobredosis de opioides en los Estados Unidos, según la información dada a conocer por los Centros para la Prevención y el Control de Enfermedades de Atlanta (CDC), fue de 72 mil para el último año. Es mayor que las muertes por accidentes de tráfico, armas de fuego o las que causó la epidemia del VIH/SIDA en su momento más crítico, y representa un incremento del 10% en relación al año anterior.

La cifra oficial de hectáreas de amapola sembradas en México, según la Oficina Nacional para el Control de las Drogas de Washington (ONDCP) es de 44 mil, lo que significa un 38% más que el año anterior, y es sensiblemente menor a la superficie sembrada en los países que la cultivan legalmente con fines medicinales (11 mil hectáreas), según la Junta Internacional de Estupefacientes (JIFE) de la ONU, con sede en Viena.

Empiezo por señalar las cifras anteriores y sus respectivas fuentes, para dar una idea de la magnitud que puede llegar a tener un asunto de vital importancia para ambos países: en la dimensión epidemiológica estadounidense, en los esfuerzos de pacificación de México y en la relación bilateral. De nada sirve esgrimir argumentos que pretendan simplificar la trama tan complicada en la que estamos inmersos y que poco aportan a la discusión de fondo.

Por otro lado, se señala con justificada razón, que en México no hay morfina en los hospitales, que la mayoría de los médicos no saben prescribir opioides y que, cuando los recetan, no hay manera de conseguirlos. Las farmacias prefieren no tenerlos en sus inventarios, aunque estén autorizadas para ello, por temor a ser asaltadas. El resultado, inadmisible, es que en México, cerca de 20 millones de personas con dolor crónico y, por lo menos 4 millones de pacientes sometidos a cirugías anualmente, no pueden acceder a medicamentos capaces de quitarles totalmente su dolor y que suministrados por manos expertas (lo subrayo, expertas), representan muy bajo riesgo de causar efectos adversos serios.

Pero mezclar ambos argumentos en la misma discusión puede llevarnos a tomar decisiones que no necesariamente sean las mejores, por la sencilla razón de que las causas de uno y de otro, son distintas. Según la JIFE, se cultiva suficiente amapola en el mundo para satisfacer las necesidades del mercado de opioides con fines medicinales. De hecho, algunos países autorizados han disminuido su producción. Para estar autorizado y acceder al mercado legal hay que satisfacer ciertos controles de calidad y lo más crítico: garantizar que toda la producción sea para elaborar productos medicinales. Para la producción de morfina, por ejemplo, se utiliza cada vez más la paja de adormidera. La goma de opio (de la cual se extrae la mayor parte de la heroína) no cumple ya con los requisitos de la industria farmacéutica. Pero el verdadero problema radica en cómo garantizar que toda la producción vaya a ese mercado.

El problema se complica, además, porque a los derivados naturales de la amapola, cuya denominación correcta sería opiáceos, se agregan los derivados sintéticos, es decir, los opioides. Este último vocablo se usa de manera genérica para incluir a ambos grupos, aunque estrictamente, desde el punto de vista farmacológico y en función de los daños que ocasionan a la salud, hay diferencias estimables. El fentanilo, un opiode sintético del cual hay ya una docena de análogos, es 50 veces más potente que la heroína y 100 veces más potente que la morfina. Estas dos (al igualque la codeína y la tebaína) son opiáceos, o sea, son productos naturales.

Por supuesto, también varían los precios: un kilogramo de heroína en el mercado negro estadounidense, según la Agencia contra las Drogas (DEA), vale aproximadamente 80 mil dólares; en tanto que el de fentanilo puede llegar hasta un millón 800 mil dólares. Se supone que el fentanilo se produce sobre todo en China, en donde un kilogramo cuesta alrededor de 5 mil dólares. Parte de la heroína que proviene de México, según la misma fuente, está mezclada con fentanilo (China white). Otra mezcla frecuente es la de heroína con cocaína (speed ball). El mercado pues, se diversifica. Mientras más potente, más cotizada, más adictiva y más letal. La mayoría de las sobredosis registradas son accidentales, no son intentos de suicidio, se atribuyen sobre todo al fentanilo.

El fentanilo es un polvo blanco, como talco, que se puede comprar por internet. De hecho, esta se ha convertido en la vía de acceso favorita de muchos compradores. Se estima que 2 de cada 3 usuarios de la denominada darknet (la red de acceso restringido para adquirir y compartir productos ilegales) la usan precisamente para adquirir drogas como el fentanilo y otras, sobre todo sintéticas. Estas representan, en mi opinión, el mayor riesgo para la salud humana.

Hace unas semanas, en un céntrico parque aledaño a la Universidad de Yale, en New Haven, hubo un aparatoso brote de intoxicación: en el mismo día se registraron 76 casos por sobredosis con una droga sintética conocida como spice. Otro episodio similar ocurrió en Brooklyn en el mes de mayo. En la frontera del lado mexicano, aunque no en las mismas proporciones, el problema con los opioides va en aumento. En la UNAM hemos analizado información reciente derivada de estudios de campo en varias ciudades fronterizas, y queda claro que ya circulan en muchas de ellas estas substancias.

El uso limitado de morfina con fines terapéuticos en México no se va a resolver automáticamente produciendo más morfina. Los médicos tienen que aprender a recetarla, los enfermos a exigirla, los laboratorios a distribuirla y las farmacias a venderla. El gobierno debe revisar la absurda sobrerregulación que aún subsiste (a pesar de algunos tímidos avances alcanzados) y seguramente, con una pequeña producción nacional —que compita en precio y calidad en el mercado internacional— se puede satisfacer a plenitud la demanda interna. Para ello bastaría con el 10% de la superficie cultivada (si los datos de la ONCDP son ciertos). La pregunta entonces es: ¿Qué hacemos con el otro 90%?

El argumento de la falta de morfina medicinal en nuestro país, de consecuencias graves para quienes la requieren con fines terapéuticos, es insuficiente, a mi juicio, para justificar la despenalización del cultivo de la amapola en una extensión territorial de la magnitud señalada. Estoy convencido que hay que apoyar a los campesinos explotados y forzados a cultivar amapola y a procesar su resina, pero ocurre con frecuencia que ellos ya no son los verdaderos dueños de esas tierras. También es cierto que hay que crear un nuevo marco jurídico en relación a las drogas, que ayude a reducir la violencia y a pacificar al país. Un enfoque de salud pública empieza por reconocer que el daño a la salud que ocasionan las drogas no es uniforme. En consecuencia, se requieren: un marco regulatorio general y disposiciones específicas. Será tarea una ardua y tomará algún tiempo, por eso conviene empezar pronto.

La trama del opio, en los tiempos que corren, es acaso más compleja que nunca antes. Mueve mucho dinero y causa muchas muertes. Allá, del otro lado, por la sobre prescripción y el consumo excesivo; acá por la absurda guerra en la que nos embarcamos y que obviamente estamos perdiendo. No hay una solución unívoca. Tenemos que crear nuestro propio modelo y asumir algunos riesgos. La otra opción, seguir igual, no tiene sentido.

Profesor emérito de la UNAM

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