Hace algunos meses, a propósito de la presentación de mi libro La sociedad dolida (Grijalbo, 2018), me preguntaban qué hacer para contener el malestar ciudadano, para “sanar” el dolor social. Salir a votar el 1º de julio, contesté. Creo que para muchos así fue. Un proceso electoral democrático como el que acabamos de vivir nos permitió, entre otras cosas, expresarnos con libertad, desahogar nuestras frustraciones, sentir que podemos participar en el diseño de nuestro futuro y que somos capaces de incidir, intuitivamente o con plena convicción, en nuestro destino. En ese sentido no tengo dudas: votar fue terapéutico para muchos ciudadanos. Fue una suerte de catarsis colectiva, copiosa, pacífica, legal y ordenada (salvo excepciones). Aun para quienes no vieron triunfar a sus candidatos, votar, como experiencia cívica, fue más productivo que no hacerlo.

No creo que haya algo que divida más a los seres humanos que la política y la religión, acaso el territorio, aunque esto es algo más primario. El mejor bálsamo para las heridas que deja la política está en la esencia misma de la democracia: el triunfo siempre es transitorio, la derrota, en cambio, nunca es definitiva. La siguiente elección te vuelve a dar la oportunidad de competir y de ganar, de recuperar lo perdido, de avanzar. En el caso de las diferencias religiosas, la trama suele ser más compleja (sobre todo cuando aparece el fanatismo) y las soluciones, menos asequibles. El nivel de violencia alcanzado por el conflicto entre el islam y el cristianismo, por ejemplo, es algo inusitado. No parece haber solución a la vista.

Volviendo al plano político, periódicamente resurge la pregunta: ¿cuáles son las raíces psicológicas de los conflictos políticos? A lo largo de los años se han ofrecido respuestas variadas. Dependen, en buena medida, del contexto histórico-cultural. Sin embargo, no parecen estar tan arraigadas en las diferencias ideológicas. Al contrario, cada vez cobra más fuerza la idea de que la diversidad de puntos de vista, las perspectivas distintas, las ideologías en competencia, permiten elaborar juicios mejor balanceados. Sobre todo, cuando somos capaces de procesar las discrepancias mediante el análisis razonado. Reconocer las diferencias es, pues, mucho mejor que pretender que estas no existen. Por eso la “cargada” que vimos en los días subsecuentes a la elección resultó tan poco convincente. Fueron más bien expresiones oportunistas. En cualquier caso, habría que tomarles la palabra y mantener abierto el diálogo porque, lo que sigue, debe ser un escenario reconciliatorio. Pienso que es más fácil avanzar en ese propósito si partimos de planteamientos auténticos. Somos una sociedad plural y tenemos diferencias pero no creo que representen un obstáculo insalvable.

Comprender las perspectivas de los demás es, a veces, tarea ardua, pero cuando se logra, se reducen de inmediato la hostilidad y la desconfianza. Las conversaciones con los que piensan distinto a uno resultan a menudo una buena experiencia. Son desafiantes, retadoras y ponen a prueba muchas de las supuestas virtudes de los dialogantes: la tolerancia, la prudencia, la astucia, la reflexión, el sentido del humor, etcétera. Dialogar es un arte, decía el rector Unamuno, a propósito de la irrupción violenta de las fuerzas franquistas a la Universidad de Salamanca: venceréis pero no convenceréis, los espetó. Para dialogar hay que saber escuchar y saber preguntar.

Para que el efecto terapéutico de las pasadas elecciones sea duradero, hay que transitar de la catarsis a la reconciliación. Y para ello hay que mantener vivo el diálogo social. El intercambio entre las muchas formas de percibir y vivir el país. En nuestra diversidad radica buena parte de nuestra fortaleza: aumenta nuestro capital social. Hay que darles su lugar a las minorías y hacer efectivo aquello de la igualdad ante la ley. Hay también que desechar la dimensión binaria de nuestras distintas formas de pensar. Esa perspectiva es la que en verdad polariza. En ella no caben más que buenos o malos. Es en tal contexto donde se engendran las teorías de la conspiración que tanto daño hacen.

Aceptemos que somos mejores cuando colaboramos entre nosotros y nos cohesionamos. La última gran lección de esto la dieron los milenials, que se volcaron en ayudar a los damnificados de los sismos del 19S. Para muchos de ellos, ha sido la experiencia más trascendente de sus vidas. Emergieron con fuerza los mejores rasgos de nuestra naturaleza social: la solidaridad y el altruismo. Ayudando a otros, aprendieron y crecieron como nunca antes.

El ejercicio electoral que vivimos es solo una vertiente de la vida democrática. El proceso y, sobre todo, sus resultados, nos dan de nuevo la posibilidad (y para algunos será la primera ocasión) de constatar que hay diferentes visiones sobre México y que hay distintas versiones de sus problemas y de sus dolencias. Compartir esos puntos de vista es más valioso que seguirlos confrontando. Hay que comparar las múltiples opiniones que se tienen sobre la naturaleza de nuestros problemas y contrastarlas. Puede ser el gran momento para aprender a convivir realmente en la pluralidad (ideológica, religiosa, racial, sexual y, por supuesto, política) Habría que tratar de vivirlo como el inicio de una nueva etapa que tiene que diseñarse y construirse en los hechos. Los enunciados ayudan, pero no bastan. Que no se quede esta jornada en una suerte de venganza. En un “ya nos tocaba”. Por el contrario, demos la bienvenida a la diversidad. Es el mejor contexto posible para la búsqueda creativa de soluciones a nuestro complejo entramado.

No dejan de llamarme la atención las voces que ahora insisten en comparar a AMLO con Trump. Algunas parecen ser las mismas que antes lo comparaban con Maduro o con Chávez. La similitud que yo observo es, más bien, entre algunas de esas voces y la de los supremacistas blancos que constituyen el voto duro de Trump. Comparten entre sí un tufo racista preocupante e inadmisible. Es la visión clasista de México, incompatible con el país multiétnico, pluricultural y diverso que arrasó en las elecciones del 1º de julio. No hay que temerle a la democracia. Solo se espantan quienes ven amenazados sus privilegios.

Los retos que se avecinan no son menores. ¿Cómo reconstituir el tejido social (fracturado desde hace tiempo) y redistribuir el poder, simultáneamente, en una dinámica conciliadora? Se tienen mayorías claras en ambas cámaras, por mandato popular, pero ¿se volverá a recurrir entonces al tan criticado ‘mayoriteo’? ¿Habrá voluntad para escuchar e incorporar los puntos de vista de las nuevas minorías, otrora mayorías insensibles? En mi opinión, lo mejor de la izquierda, históricamente, ha sido su dimensión humanista. Tan opuesta a la arrogancia tecnocrática y tan alejada de la cínica corrupción de quienes han concentrado con voracidad todas las oportunidades. Por todo ello, ante el efecto terapéutico del voto mayoritario conviene hacer una introspección rigurosa. ¿Qué sigue? Para mí, lo más urgente es la reconciliación genuina. La que opta por el diálogo respetuoso que reconoce diferencias y no se queda en la chocante fatuidad de la cargada.

Posdata. Más que merecido el triunfo de Francia y formidable el desempeño de Croacia en la Copa Mundial de fútbol. ¡Congratulaciones a ambos!

Profesor Emérito de la UNAM

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