¿Cómo convivir en la pluralidad y en la diversidad que caracteriza nuestro tiempo? ¿Cuáles tendrían que ser los nuevos marcos de referencia éticos, jurídicos y narrativos que requiere esa convivencia en las sociedades plurales? Estas y otras preguntas que con frecuencia nos formulamos fueron analizadas por un grupo interdisciplinario de académicas y académicos convocados por el director del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Alcalá, durante la presentación del libro El reconocimiento de las diferencias. Estados, naciones e identidades en la globalización (de la Fuente J.R., y Pérez Herrero, P.) editado en Madrid bajo el sello de Marcial Pons, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Este año, fue la Ciudad de Madrid la invitada de honor a la FIL, la más importante del mundo hispanohablante.
Es la ciudadanía la que reclama, cada vez con más vehemencia, el reconocimiento de sus diversidades: el derecho a las diferencias, la aceptación de la pluralidad y el respeto a las minorías, en contraste con las pretensiones supremacistas que a la par buscan preservar sus espacios. De ahí la necesidad —ineludible— de repensar nuestro presente, de imaginar modelos de sociedades plurales en libertad, en las que las diferencias se acepten en condiciones de igualdad, en las que se reconozca que hoy las identidades son híbridas (detrás nuestro está la historia para entenderlo, sostiene el historiador Pérez Herrero), y que la realidad no es sólo una sino muchas. Por eso mismo las narrativas cerradas son cada vez más cuestionadas, se deconstruyen día con día y se reemplazan con relatos alternativos, radicalmente opuestos al pensamiento único, a los dogmas, a los fundamentalismos, a los nacionalismos, al sectarismo. Es decir, relatos que apuestan decididamente por la diversidad, sea esta política, étnica, lingüística, cultural, religiosa, sexual o de otra índole.
Los nuevos retos del pluralismo en este tiempo empiezan por reconocer las tensiones en las que vivimos. Resulta difícil no aceptar que las democracias liberales capitalistas más emblemáticas del mundo atlántico, las que pregonaban ser la mejor expresión posible de la civilización, enfrentan hoy nuevas crisis, acaso más complejas que en el pasado, en buena medida por no reconocer a tiempo la creciente desigualdad que su modelo de desarrollo había generado. La premisa de esas democracias fue apostar todo por la tecnología (desdeñando a las humanidades y a las artes) de la mano de un capitalismo de mercado a ultranza, como si esa fuera la fórmula para una distribución razonable de los recursos. El fin de la historia, nos decían. ¿Por qué el fin de la historia? Porque era lo mejor a lo que podríamos llegar.
Pero no, el modelo no funcionó. El desproporcionado afán de dominio de unos cuantos sobre otros muchos (la hubris) despertó el hartazgo de los ciudadanos (la nemesis), su amor propio, la necesidad de ser reconocidos, y entre muchas de las vertientes de esa expresión ciudadana resurgió el nacionalismo, encendido por los discursos populistas. Ganan el Brexit en el Reino Unido y Trump en los Estados Unidos. ¿Dónde quedó el triunfalismo de la ideología hiperliberal?
El siguiente reto es aceptar que el mundo no se percibe de manera uniforme. No es sencillo aceptarlo. Menos aún si te han formado (o, ¿formateado?) en una narrativa homogénea, en instituciones rígidas, en estructuras autoritarias. Como tampoco lo es aceptar que no hay un único intérprete legítimo de la realidad. Los artífices de la globalización se desentendieron de todos estos temas. Fue el precio, entre otros, de su desdén por la cultura, por las humanidades. Ahora ese terreno se vuelve, además, propicio para que proliferen las noticias falsas (fake news), la retórica engañosa: la culpa es de quienes son diferentes a nosotros. Hay que expulsarlos, segregarlos, ¿aniquilarlos? La alternativa a ese engendro monstruoso (siguiente reto, quizá el más urgente) es educar a todos en el discurso liberal de la tolerancia, de la aceptación de nuestra diversidad. Puede que ello no baste, pero es un paso ineludible en el proceso de aprender a convivir con nuestras diferencias. Los principios igualitarios no serán fácilmente aceptados por quienes piensan que con ellos pierden espacios en la sociedad, que es justo lo que alienta el discurso supremacista, xenofóbico: “Si ellos avanzan, tú pierdes”. Es el persuasivo argumento de la nueva oligarquía que pretende concentrar, como nunca antes, la riqueza y el poder.
En el otro polo, el discurso optimista de los liberales más progresistas (“los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”) puede haberse agotado, al menos en la percepción de algunos sectores sociales. El Estado democrático se volvió cada vez más burocrático, poco sensible, a veces monolítico y, en muchos casos, como el nuestro, corrupto. La sociedad, marginada, excluida y en no pocos casos reprimida, se volvió a su vez más exigente pero también más creativa, más flexible, más heterogénea, y está demostrando valorar mejor sus derechos ciudadanos, defenderlos con mayor convicción y compartirlos de manera solidaria. Lo vimos en México con los recientes sismos del mes de septiembre, lo vemos en el mundo, frente a los atentados fundamentalistas. La fraternidad (fraternité) de los franceses es la solidaridad en nuestras sociedades actuales.
La solidaridad es ante todo un afecto, una emoción. Pero se trata de un afecto con una enorme fuerza material, concreta, que es esencial para la igualdad en tanto que provee la fuerza necesaria para que quienes se encuentran en circunstancias de apremio, de dependencia o de subordinación puedan trascenderlas, así sea parcial, transitoriamente. Es uno de los resortes sociales más poderosos de los que disponemos y una herramienta fundamental en el proceso de construcción de sociedades más tolerantes y menos injustas.
Pensar en la igualdad en las sociedades actuales es pensar sobre todo en las diferencias, más que en las similitudes. Es decir, en una sociedad igualitaria las diferencias no desaparecen, persisten, pero no existe entre ellas una relación jerárquica. Unas no son “mejores” que otras, simplemente son diferentes. Ahora bien, cuando se convive en sociedades multiculturales, puede ocurrir que tales diferencias no sean compatibles con la igualdad, y los problemas que se generan sean complejos. Resulta difícil aceptar, por ejemplo, desde una perspectiva igualitaria, la subordinación cultural (ya no digamos legal) de la mujer en algunas culturas. Esos son el tipo de problemas que enfrentan las sociedades pluriculturales como la nuestra. Es decir, multiculturalismo e igualdad no siempre son compatibles, en principio. Toca al estado democrático encontrar las fórmulas que garanticen la igualdad sin menoscabo de las diferencias, preservando las libertades. La ecuación es compleja pero no insoluble. Se van construyendo paulatinamente espacios sociales más amigables, más comprensivos, más abiertos al conocimiento de los otros. Hay que gestar un sentido de comunidad que incorpore estos elementos.
A la compulsión de sentirse superiores a otros se le conoce como megalotimia. Se trata de una suerte de ambición excesiva que puede ayudar a explicar las reacciones violentas de aquellos que se sienten amenazados por “otros”, de ser desplazados de lo que consideran su lugar en la sociedad. Y aunque no se trata de una categoría diagnóstica como tal, permite entender ciertos patrones de conducta intolerante ante la diversidad que será, en mi opinión, el signo que habrá de prevalecer en el futuro, no sin antes librar duras batallas, como las que ya estamos viendo. El reconocimiento de las diferencias es, pues, la llave para imaginar esas sociedades plurales en libertad.