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Desde que deja ver sus ojos como piloto bombardero de un jet para acabar con el peligro de una monumental araña en Tarántula (1955), de Jack Arnold, una insuperable Serie B de terror de la Universal, el tiempo no se ha detenido para Clint Eastwood.
El veterano actor y director ha hecho de todo: vaquero, veterano de guerra, agente irredento de la ley, deportista, astronauta, escolta presidencial, soldado… y protagonista de varios documentales, hasta ahora en que, como ocaso crepuscular, se ha convertido en “mula” para un cártel de drogas mexicano.
Su más reciente película se llama así, por cierto, y en ella interpreta a un octogenario que, bajo la presión hipotecaria de su negocio como horticultor profesional experto en lirios, se ve en quiebra, hasta que alguien le ofrece un trabajo fácil de conductor que le reditúa buenos fajos de cientos de dólares. El problema es que la droga que entrega luego de recorrer kilómetros de tramos carreteros, a veces se vuelve peligrosa y pone de nervios a muchos.
Mientras maneja entonando cantos, Clint, el “Tata”, casi se vuelve indispensable para el cártel, que cada vez le pone pruebas más difíciles, mientras sus relaciones familiares se deterioran. En estos tiempos de salvajadas cinematográficas, la película funciona amablemente con un buen thriller, de esos en que hay que cuidarse las espaldas y rezar por la buena suerte para que fluya el billete, y la moral se mueva en la forma correcta. También para que la DEA se vuelva amable con él y todo mundo contento. Una cinta que no hay que dejar de ver, no importa la clase de fibras que muevan el corazón de unos narcos despiadados y de otros que se encuentran casualmente dentro de historias bien contadas.
Aunque ha pasado el tiempo: 61 años, toda una generación que creció con las alucinantes puestas en escena (muy teatrales pero, al fin y al cabo, también muy cinematográficas y a color) de la Hammer Films inglesa, que decidió en un momento el reciclaje de todos los monstruos de la Universal que se volvieron leyendas (Frankenstein, La Momia, El Hombre Lobo y entre otros el mítico y formidable vampiro: Drácula). De la mano de Terence Fisher, Christopher Lee alcanzó la fama eterna, luego de varias películas del personaje, y de prácticamente haber encarnado a todos los monstros, se hizo de un envidiable estatus de culto mundial.
Solamente una maldición lo persiguió durante toda su vida: no haber sido el primero en enseñar los colmillos de vampiro en el cine. Ese honor le correspondió a Germán Robles, en la fascinante El vampiro, de Fernando Méndez, con casi igual horror (o más) que la clásica de la Hammer, que más tarde daría lugar a las maquiavélicas andanzas del personaje en toda una saga de tiempo, espacio y sangre. Todavía se encuentran hoy copias en inigualable technicolor de este apasionante relato fílmico que catapultó a la productora inglesa en medio mundo. La Hammer también contó con la contraparte del héroe legendario encarnado por Peter Cushing, que siempre puso en aprietos Lee, interpretase al monstruo que interpretase.
La copia por la que literalmente se pagaba sangre en tiempos del VHS y DVD, hoy circula casi regalada por el corredor de la muerte viviente, ahí donde la vida, dicen, no vale nada.
Definitivamente otro tipo de cine que reclama un vistazo por parte de las nuevas generaciones.