Stefano Sollima, cuyo currículo cinematográfico incluye la serie mafiosa Suburra, dirige la segunda parte del thriller narco criminal Sicario, cuya primera entrega dirigida por Denis Villenueve queda muy lejos de la violencia desalmada, salvaje y casi sin razón que esgrime este Sicario 2: El Día del Soldado. El agente federal Matt Graver (Josh Brolin) vuelve a hacer equipo letal con el sutil mercenario, Alejandro Gillick (Benicio del Toro) para, en un plan maestro, tratar de enfrentar entre sí mismos a los cárteles mexicanos de la droga.
Entre mortales armas largas de alto poder, tecnología satelital mortífera de punta, terroristas islámicos dispuestos a morir en explosiones sin mirar la vista atrás, secuestros apresurados y peligrosos polleros, al par de agentes y asesinos profesionales amparados en placas y políticas perniciosas de muerte se les aparecerá la huesuda, para la cual están preparados.
La tensión y la violencia inaudita se dan la mano, y ésta se potencializa con una inquietante música que, precedida por intensas balaceras increíblemente bien filmadas, cortan el aliento. Ya no se sabe quienes son los buenos, quienes los malos o quienes los peores en esta sinfonía de balas que involucra a mercenarios, agentes de la DEA, policías mexicanas y gente que pasaba por ahí, cuando se corta cartucho.
El secuestro de la hija de un peligroso narco desatará una ola interminable de muertes anunciadas filmadas con peligroso
rigor en escenarios citadinos de la ciudad de México como la calles de Independencia y Perú,
en el primer cuadro —hasta se pueden ver las fachadas del teatro Metropólitan y la Arena Coliseo— Y la cosa se pone peor cuando descarrila el plan original. Sin embargo, a peores males, poderosas balas.
Paralelamente a eso, se asevera la formación criminal de los sicarios que cobran mucho, pero que duran poco en circulación en esta sinfonía de balas, consignas políticas y danzas macabras que hace recordar las balaceras de cortar el aliento de las películas de Sam Peckinpah (principalmente La Pandilla Salvaje) y Miss Bala, de Gerardo Naranjo. Taylor Sheridan es el responsable del guión desfachatado y el accionar de los proyectiles que no miden las consecuencias. Porque no es lo mismo tratar de matar a cualquiera, que a un mercenario experto, aunque se esté en condiciones adversas.
La cinta se torna oscura, densa, llena de adrenalina y emocionante cuando se trata de (sobre) vivir y matar en muchas veces estelas surreales de destrucción. El solo hecho de mezclar las patrullas mexicanas a los convoyes de la muerte americana es para ir mucho más allá del escalofrío y el protagonismo de las armas de altísimo poder mortal, donde la muerte parece no sentirse. La proximidad de la expiración por una bala mal disparada, el abandono en medio de la nada desértica de un cuerpo sin el remate o tiro de gracia, tendrá consecuencias inesperadas para propios y extraños.
Quienes se perdieron la primera película de esta dupla que resuma plomo, tienen la oportunidad de ver cómo empezó casi todo, y en que degenerará lo visto en la segunda, en la que un sicario aprenderá la lección de su vida y supervivencia en el mundo del narco en el cual, como dice la canción de José Alfredo Jiménez “la vida no vale nada”… o casi nada, ni en dólares ni en pesos.