Se acaban las narcoseries, pero sigue el filón inagotable dando. Acaba de terminar Sobreviviendo a Escobar, alias J.J. con la historia del sicario y brazo derecho de Pablo Escobar, Jhon Jairo Velásquez, conocido como Popeye. Con tintes de telenoveleros que pintaban para culebrón, la historia de Netflix acabó volviéndose adictiva como la coca que manejaba. Los personajes resultaron creíbles como la vida insufrible en la cárcel colombiana, donde tuvo algo a su favor: mueren los que debieron morir entre narcos, paramilitares y guerrilleros y hasta mujeres inquietantes (¿Qué tal las medidas de la esposa de Jhon Jairo?), por poco no la libran. Sólo se salva una periodista, pesada como ella sola, y estrella de un noticiero que parece que es lo único que pasa en la televisión abierta colombiana. Bueno, hasta el Señor de los Aires, invitado especial resulta verosímil. ¿Habrá algo más?, porque Popeye sigue vivito, coleando y hasta dando aletazos políticos.
NETFLIX estrena la tercera temporada de Narcos, y cambia a Pepsi: Pablo Escobar Gaviria por Gilberto Rodríguez Orejuela, líder del cártel de Cali, que con la muerte de El Patrón del Mal (dicho sea de paso, la mejor serie de narcos hecha hasta ahora), 90% del polvo prohibido pasa a ser de exclusividad de los cuatro patrones del cártel de Cali y casi inventan nuevas reglas no tan salvajes como las de don Pablo, para imponer su ley. Otra vez el guionista principal es Chris Brancato (que ¿ya habrá leído la historia real del narco en Colombia?, porque en las primeras dos temporadas, parece que no) en fin, veremos. Por lo pronto, si se recuerda el último episodio de la temporada dos, lo que puede ser el verdadero fuerte de la tres es la maldad gandalla de Damián Alcázar, interpretando a Rodríguez Orejuela.
¡¿QUÉ, cómo que me van a dejar afuera del negocio, si hasta avioneta tengo para transportar a doña Blanca a Estados Unidos de Norteamérica?! Eso debe de haber pensado Tom Cruise que, dejando a un lado su trabajo en Misión Imposible, es ahora Barry Seal que, de ser un simple piloto comercial, se vuelve un importante narcotraficante del cártel de Medellín. Eso hasta que la CIA y la DEA le ofrecen un trato en medio de una vertiginosa aventura biográfica de droga, crimen, espionaje corporativo y sátira política en los turbulentos años 80. Cruise se sale de los clichés que él estableció en el cine y se vuelve casi pura adrenalina. Su alfombra negra se espera para la semana que entra.
DESPUÉS del boom desatado por Joaquín Archivaldo Guzmán Loera en series, películas y biopics casi verdaderas, falsas y de risa loca, todos esperan la segunda temporada de El Chapo (Netflix), por sobre Capos, Chemas, Amos del Túnel y demás patrañas filmadas sobre el personaje al que no supo entrevistar con calidad y veracidad Sean Penn, por mezclarse con glamurosas de tres pesos como Kate del Castillo. Todo mundo que se tragó enterita la primera, ya quiere la segunda que, se dice, va a continuar en contexto real, no como un mero entretenimiento telenovelero chafa sin fin (invención de los venezolanos, que parece que no saben de historia del narco y menos de la historia real) como la interminable El Señor de los Cielos, con el dilema del personaje (Rafita Amaya) que sigue debatiéndose hasta quién sabe cuándo entre la coca y el salón de belleza. Ya no, por favor.