Recorro la exhibición del Museum of Fine Arts en Boston. La serie de postales retrata la propaganda política a finales de la primera guerra mundial. Una imagen captura mi atención. Es un puñado de marineros que en pie de lucha ondean una flamante bandera socialista. En la postal se lee la inconfundible consigna con la que Lenin conquistó el respaldo de las masas: «¡todo el poder a los soviets!». Es imposible no conmoverse ante la trágica ironía que encierra aquella imagen. El sometimiento de los marinos de Kronstadt inaugura un proceso de concentración del poder y desmovilización del pueblo ruso. Los protagonistas de la revolución de Octubre quedaban relegados a la escenografía de postales, murales y filmes soviéticos. En la práctica, el politburó y la voluntad de Stalin eran las únicas voces autorizadas para decidir el destino de la URSS, para hablar «en nombre del pueblo».
La ola populista de nuestro siglo ha revivido la tentación autoritaria de reemplazar las voces heterogéneas de una sociedad por el consenso imaginario de quienes enarbolan su representación. Para el populismo, «el pueblo» es una categoría relacional de contenido maleable. «Pueblo» puede apelar a los sectores más desfavorecidos, como «los descamisados» del peronismo; a una comunidad idealizada, como la «mayoría silenciosa» de los republicanos; y en su más absoluto acepción, a la totalidad de los integrantes de una comunidad política. En cualquier caso, «el pueblo» nunca es una categoría omnímoda, pues su construcción como identidad se sostiene en contraposición con «la elite». La distancia entre «pueblo» y «casta», «oligarquía» o «los dueños de Wall Street» no es simplemente socioeconómica, es ante todo estética y moral. El pueblo es bueno, sabio, noble y sus decisiones gozan de una belleza y legitimidad inherentes. Las élites, por contraste, son corruptas, ambiciosas y egoístas, marcadas por la decadencia congénita de quien conspira desde su posición minoritaria.
Explicar la funcionalidad del populismo es reiterativo en un contexto en el que varias naciones experimentan en carne propia sus efectos. Si algo nuevo pretende este texto, es alentarnos a pensar en el sujeto político capaz de confrontar los efectos de la retórica populista. Me refiero a una alternativa que se formule desde la disidencia. Y por disidencia pienso no sólo en los partidos de oposición, sino también en los sectores críticos que aún existen dentro de partidos, burocracias y movimientos populistas. La primera trampa del populismo es la ilusión de homogeneidad. Cientos de funcionarios e intelectuales sucumben diariamente a un ejercicio de doble pensar con el que tranquilizan su conciencia, mientras alinean sus intereses y ambiciones políticas a la retórica del régimen. No los compadezco, pero es más estratégico apelar a lo que en ellos quede de dignidad crítica a darlos por perdidos desde un inicio.
No hay tiempo ya para mea culpas. Aceptemos que los liberales (particularmente los de derecha) se equivocaron al creer que el «individuo» sería el sujeto que encabezaría la resistencia. El homo economicus de los neoclásicos, el consumidor responsable del movimiento verde o el hacker antisistema de los partidos piratas, son solo facetas de un liberalismo rancio, impotente y caduco que ha demostrado su incapacidad de pensar fuera de sus propias categorías. La respuesta al populismo no está en el individuo, ni en el mercado, mucho menos en nuevas instituciones democráticas. Por décadas, los profetas de la tercera ola nos hicieron repetir cual mantra que «los problemas de la democracia se resuelven con más democracia». Es falso. La crisis actual de la democracia deriva de nuestra esterilidad intelectual, de la supuesta imposibilidad de crear soluciones políticas fuera de los confines de la democracia liberal.
No propongo descubrir el hilo negro. Laclau no se rompió la cabeza al reformular el populismo como modelo de movilización política. Volteemos a la historia, pero hagámoslo con sentido crítico y honestidad intelectual. En la fase neoliberal en que vivimos, no serán Ayn Rand ni la escuela austriaca quienes logren sacarnos del atolladero. Necesitamos una narrativa revolucionaria que transgreda símbolos y referentes, que vuelva a enamorar a los corazones despolitizados, pero sobre todo que empodere a quien decide pensar de manera distinta, a quien se atreve a disentir de la opinión mayoritaria. No será el individuo posmoderno, sino el ciudadano irredento, gregario y utópico el sujeto revolucionario que puede salvar al liberalismo.
No niego la paradoja y el compromiso que ésto implica para ciertos libertarios. Pero mientras ustedes defienden su purismo, los populistas no tienen miramientos en transitar libremente de derecha a izquierda, a lo ancho del espectro político. El liberalismo que debemos construir es el que es posible, el que es necesario. Las bases filosóficas deben voltear a Rousseau más que a Locke. Nuestra insignia política debe ser la república más que la democracia. Nuestro pluralismo debe sacudirse su tufo de ingenuidad y elitismo. Nuestra sociedad civil tiene que aprender a ensuciarse las manos, a caminar las calles y abandonar su dudosa neutralidad. Ya no hay tiempo de tibiezas: o somos republicanos o no somos. Porque no será desde la conspiración de los think tanks donde reconstruiremos el sentido de lo público, no serán el Banco Mundial ni los sabios de Davos quienes den la lucha política que corresponde a nosotros.
¡Un esfuerzo más, liberales, si queremos combatir al populismo! Y quizás nuestra lucha empiece por develar al verdadero enemigo. El populismo es sólo síntoma, no la enfermedad. Atrevámonos a desenmascarar las verdaderas causas: la desigualdad, la pobreza, la violencia, la intolerancia, el clasismo, el racismo, la pérdida de sentido colectivo, la corrupción y la ineficacia de aquellas democracias liberales que tanto nos empeñamos en defender. La causa somos nosotros y nuestro repertorio de narrativas legitimadoras del status quo: la meritocracia, la pobreza voluntaria, la mano invisible, los libros de superación personal, la apoteosis del emprendedurismo, la agenda post-material, la tercera vía, nuestro gusto por la corrección política, la jaula de hierro, la secularización, el cosmopolitismo, nuestros análisis costo-beneficio y las miles de regresiones y modelos econométricos que jamás se atrevieron a cuestionar las reglas de juego ni los valores preestablecidos.
Si en verdad les preocupa que la voz de un solo hombre sustituya la pluralidad de opiniones, que se pierdan los contrapesos en el sistema político, que la sociedad se polarice y aumente la intolerancia. Si les alarma que la separación de poderes se desdibuje, que la demagogia venza a los argumentos y la libertad quede arrinconada. Hoy les digo que es el ciudadano y no el individuo nuestro aliado de lucha. Mas no esperemos que el ciudadano se informe, participe, se involucre y cuestione al poder, sino primero ampliamos el concepto de ciudadanía. Reconozcamos la ciudadanía de quien nunca la ha tenido, de quien siendo periferia ha quedado excluido de la ciudad, de sus derechos y libertades. Empoderemos a las voces que nunca han sido escuchadas. Aseguremos un piso mínimo de bienestar que a todos brinde la oportunidad de involucrarse en lo público. Partamos de la realidad concreta del ciudadano, de atender su inmediatez, su día a día, sin perder de vista su horizonte formativo. Hagámoslo aliado de nuestro causa y reconozcamos que nuestra libertad es interdependiente a la de él. Liberales, un esfuerzo más, si queréis ser republicanos.