¿Quién hubiese imaginado, querida ciudad, que el género epistolar suscitaría tanto interés en estos tiempos tan feisbuqueros, tan poco fundamentales? Claro que toda historia, como apuntaría el tío Cortázar, es interesante por la manera en que se enmarca. Y en este caso la trama se desparrama a partir de una carta filtrada que habría debido ser leída únicamente por su destinatario. Y el silencio del Rey. Cierto, cierto. En el medio quedan 1) la negativa tajante del gobierno español y 2) todos a los que no iba dirigida la carta pero sí que respondieron, sintiéndose claramente aludidos.
Desde los que mandaron decirle a la corona que mil perdones por todo aquello del perdón, y qué vergüenza, usted no se fije, antes bien nos hicieron un favor hace unos quinientos abriles. Hasta los que, entrados en gastos, reclamaron la devolución del tocado de plumas de Moctezuma y la anulación del penal en el que nos echaron del mundial. El Rey se toma su tiempo, y en el entretanto ya contestaron Marichuy, Pérez-Reverte y hasta Vargas Llosa. Ya quisieran mis tuits tener la atención de la dichosa carta.
Pero no perdamos el foco divagando en cuándo está bien exigir perdones y en qué ocasión se dice pedir y en qué otra ofrecer. El asunto que nos ocupa, permíteme hacer un primer saque, es encontrar el balance entre los símbolos y la acción pública. Contiendas electorales como la más reciente dejan claro que hay batallas que se ganan con símbolos, imágenes potentes que empaticen con el hartazgo y asomen esperanza. El actual presidente fue puliendo con el paso de los años la habilidad para jugar en el terreno de lo simbólico. No hay mejor manera de hacerse de simpatizantes que hacer evidente la división entre el bien y el mal, lo corrupto y lo impoluto, el despilfarro y la mesura, los poderosos y los desprotegidos. Eso funciona muy bien en campaña.
Cuando se gobierna, el juego es distinto, si bien los símbolos siguen jugando un papel importante. Lo difícil es, justamente, encontrar el balance entre el terreno del discurso, de la metáfora y los enemigos acérrimos, y el terreno de lo concreto, de la operación cotidiana, la dinámica de la gobernanza. Ahí radica, pienso yo, parte del problema de este incipiente gobierno federal. Sigue más preocupado en generar y fortalecer esos símbolos que entusiasman simpatizantes que en gobernar para simpatizantes y opositores. Caer en la trampa de permanecer en campaña es comprensible. Resulta más gratificante y sencillo señalar la injusticia como producto del egoísmo de una mafia de políticos, empresarios y científicos malignos que hacer lo que uno debería esperar con sensatez de un gobierno: hacer que las burocracias operen con eficiencia y equidad. Claro que suena harto menos glamoroso arreglar los andamios tan debilitados del servicio civil de carrera que asegurar que la corrupción se va a terminar porque un documento moral se los va a impedir. Es menos complicado hablar de reconciliación en el terreno de lo simbólico que en la gobernanza misma de la seguridad nacional. Hasta los periódicos y sus plumas se lanzan curiosos a seguir el drama de la carta al Rey de España dejando cualesquiera otros temas regados. Asuntos menos entretenidos pero acaso más urgentes, más concretos.
La noche en que ganó la elección, en tu Zócalo abarrotado, querida ciudad, el actual presidente prometió no mentir, no robar y no traicionar al pueblo de México. Tal vez su largo camino a la presidencia generó cierta inercia que lo empuja a no traicionar a ese personaje tan cómodo en la contienda, tan curtido para las campañas. Sentarse a comandar las organizaciones gubernamentales puede no sonar tan heroico. Requiere mucha cabeza y tiempo para lograr esos resultados que, en el papel, pudieran resultar aburridos, pero que en la realidad significarían comenzar a dar solución a los grandes problemas del país. Poner en un segundo término lo simbólico, sin tirarlo por la borda, traicionaría tal vez a ese personaje de campaña que arrasó en la contienda, pero asomaría a lo que tantos en esa plancha del Zócalo y en un montón de lugares más quisiéramos ver: un jefe de Estado que sabe que los símbolos sirven para fijar la dirección pero que el camino se tiene que andar en lo concreto, en olvidarse de complacer a todo mundo, en confiar en que se pueden diseñar instituciones que, justamente, lleguen a esa victoria simbólica en un futuro no tan lejano. La carta, por muy buena historia que parezca, es lo de menos.