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La historia reza que, en un invierno particularmente cruel, Lord Byron retó a sus amigos a escribir una historia de terror. Mary Shelley, como se sabe, tomó ese desafío de sobremesa y escribió, nada más, Frankenstein, novela paradigmática de la ficción científica, incluso más que del terror, diría yo.
Una virtud gigantesca de esta novela –que tanto hacemos de cuenta que sí leímos– es lograr que uno sienta una tristeza, ternura y empatía fuertes hacia el monstruo creado por el doctor Frankenstein. No, esto no es un spoiler. Y no, la criatura no se llama Frankenstein. Shelley consigue hacernos sentir que los monstruos somos nosotros al rechazar con miedo y cierto asco a la creación del doc Víctor F.
Ni yo soy la reencarnación de Shelley ni usted es la de Lord Byron, con el respeto que me merece. Pero los tiempos están para medidas extremas y le propongo el siguiente ejercicio. Nuestro México, tan haciendo aguas como de costumbre, está más polarizado que el mercado televisivo cuando la gente veía la tele. Seguimos apedreándonos con tuits y llamándonos tontos, sabihondos, mugrosos, relamidos, chairos, fifís, zombis y privilegiados. Y a lo mejor nos podríamos dar el lujo de pelearnos entre nosotros si estuviésemos en circunstancias internas y externas menos penosas, pero hojee usted este periódico. No es el caso.
De ahí que yo asuma lo siguiente: he sido asignado por amigos y colegas como un zombi -pejezombi, precisan algunos- cuyo estado de zombificación le permite todavía hilar palabras. En verdad, no me ofendo. No entremos en detalles del grupo “no infectado”. No llegaremos a nada. El asunto es que, de acuerdo con mi diagnóstico socialmente asignado, en algún punto me mordió el discurso popular y esperanzado del entonces candidato y, poco a poco, fui sucumbiendo como muchos otros.
Las películas de zombis clásicas tienen una estructura muy tradicional. Todo va bien hasta que un grupo de científicos militares se meten con sustancias que debieron dejar en paz. Líquidos que, por supuesto, se cuelan hasta un cementerio estratégicamente localizado junto al complejo militar y provocan un apocalipsis zombi. Mi origen se remonta al noventa y ocho o noventa y nueve. Mi padre me llevó a un mitin en el hemiciclo a Juárez, asegurándome que el señor que veíamos entre la multitud habría de ser jefe de gobierno del D.F. Y no se equivocaba.
Ésta es la primera entrada de un diario zombi. No hallará intención alguna de defender ningún bando, ninguna decisión política, ningún color. Acaso como la historia de Mary Shelley, el humilde propósito es evidenciar cómo no somos tan diferentes, zombis y no-zombis, chairos, fifís, no interesa el nombre.
Muchos prejuicios y acusaciones llueven desde los dos bandos. Tratemos en este diario de alumbrarlos. Mi nombre es José Sánchez. Voté en 2018 por el candidato que hoy ejerce el cargo ejecutivo nacional y, desde un bando que no elegí y con un diagnóstico impuesto colectivamente, sostengo que cualesquiera condiciones de zombi me permiten todavía darme cuenta de lo que sucede en mi país. Como puede intuir, esto va más allá de la pregunta que formulan algunos, divertidos, “¿ahora sí ya te arrepentiste de tu voto?” Todavía creo en la ciencia como una de las máximas virtudes del ser humano y motor incontestable de desarrollo. Creo firmemente que reducir el ingreso y nivel de vida de quienes educan, hacen ciencia y trabajan en la administración pública es un error de consecuencias a muy largo plazo.
Reconozco que los discursos que tan profusamente sonaron criticando las acciones del gobierno anterior en materia de política exterior hoy retumban en un eco raro ante las últimas negociaciones con el gobierno vecino. Me sabe mal que hasta ahoraquienes ocupan el cargo dimensionen la complejidad del ajedrez de política internacional.
Yo también leo con zozobra y desconsuelo que bajen las calificaciones crediticias de México, aunque, como muchos, no alcance a entender el impacto verdadero de lo que leo. Los zombis también usamos aviones, y también creemos que la ciudad necesita un aeropuerto en un suelo que no se hunda, en uno que no tenga un cerro en medio, cimentado en contratos transparentes como ventanas de torre de control.
Hoy es el día 190, aunque la hoja de mi diagnóstico apunta que mi caso es uno de ésos típicos que comenzó hace unos veinte años. Me sigue importando más que muchas cosas que a mi país y a la gente que nace, estudia, trabaja y transita en él le vaya bien. Me sigue preocupando que la violencia no descanse ni un día. Me sigue pareciendo la corrupción uno de nuestros mayores males, y me sigue pareciendo que nuestros problemas son harto más complejos de lo que tendemos a pensar. Igual que a los del otro bando.