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El financiamiento de los partidos políticos en México ha sido siempre un tema polémico ante la opinión pública. El debate se ha centrado en el monto del presupuesto que el Estado eroga en ellos. En la actual Legislatura se han presentado diversas iniciativas para reformar el artículo 41 de la Constitución y modificar la fórmula con la que se determinan las prerrogativas. Actualmente, esa fórmula tiene dos componentes: el padrón electoral con corte al 31 de julio de cada año por el 65% del valor de la Unidad de Medida y Actualización (UMA) calculada por el INEGI. Las iniciativas presentadas son muy diversas y, en su mayoría, no ofrecen un análisis del impacto de los cambios propuestos. Estas van desde la eliminación total del financiamiento público, su reducción al 50% al bajar el porcentaje del valor de la UMA utilizada en la fórmula o el cambio en su distribución.
El debate sobre la reducción del financiamiento público otorgado a los partidos políticos se ha incrementado por la necesidad de abaratar los costos de la democracia mexicana y ha tenido eco público por escándalos relacionados con las estructuras partidarias durante los últimos años. En sus orígenes, el financiamiento público se concibió como un mecanismo para garantizar un piso mínimo en la competencia electoral y como una vacuna contra la corrupción y el ingreso de dinero ilícito a la política. Durante años, el financiamiento público representó una inversión orientada en afianzar el proceso de cambio y democratización en México. Con dinero público se echaron a andar iniciativas políticas que se constituyeron en ofertas atractivas para los ciudadanos.
El financiamiento público de los partidos políticos es un fenómeno mundial de las democracias modernas que se propagó desde la mitad del siglo XX. El primer país es introducirlo fue Uruguay en 1928, le siguió Italia (1947), Costa Rica (1949), Alemania (1949), Francia (1958) y Argentina (1961). En México fue hasta 1977, como parte de una reforma política impulsada por Reyes Heroles, cuando se declaró a los partidos como entidades de interés público y empezaron a recibir recursos estatales en especie sin reglas claras en su distribución. En 1986 se incluyeron las prerrogativas directas, se fijaron fórmulas para calcular su monto y un mecanismo de ministración. Con la reforma electoral de 1993 se prohibió la aportación de recursos a partidos por parte de los entes públicos de los tres niveles de gobierno, empresas de carácter mercantil, extranjeros y ministros de culto. Además, se introdujeron límites al financiamiento público.
En 1996 se determinó la distribución de las prerrogativas 30/70, 30% igualitario entre todas las fuerzas política con registro y 70% proporcional a la votación recibida en la última elección de diputados federales. También se determinó que el financiamiento público prevalecería sobre el privado y se ampliaron las facultades para fiscalizar sus recursos. Las sucesivas reformas electorales consolidaron un sistema de financiamiento público permanente que permitió una mayor competencia política. Actualmente, los partidos políticos dependen mayoritariamente del dinero público: cerca del 96% de sus ingresos provienen de está vía. Los partidos políticos se han hecho dependientes del erario y han mermado su capacidad para obtener recursos propios por otras fuentes lícitas.
En la discusión de una eventual reforma electoral debe evaluarse el esquema doble de financiamiento: federal y local, los montos y el origen de los recursos que reciben los partidos políticos, así como el fortalecimiento de los esquemas de fiscalización que implementa la autoridad electoral. Ver el financiamiento público únicamente como un tema de pesos y centavos sería un error. Los partidos políticos son instituciones indispensables para el desarrollo democrático, a través de ellos pueden ejercerse derechos político-electorales fundamentales para los ciudadanos. Apostar por el fortalecimiento del sistema de partidos no está reñido con racionalizar los recursos públicos que reciben. Lo fundamental es que los recursos se inviertan en actividades que mejoren la calidad de nuestra democracia.
Especialista en temas electorales.