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Esta contienda nos ha dado varias enseñanzas sobre comportamiento electoral. Sin afán de ser exhaustivo, apunto algunas que me parecen relevantes.
Los candidatos se pueden reinventar. A pesar de ser un personaje ya conocido, AMLO pasó de 36% de intención de voto en noviembre 2017 a 54% de los sufragios. Un crecimiento del 50% que no se da por un aumento en nivel de conocimiento. Quizá más importante aún, las opiniones positivas sobre el candidato de Morena aumentaron notablemente mientras que las negativas decrecieron. En las encuestas de EL UNIVERSAL/Buendía y Laredo de 2016-2017 la imagen positiva y negativa de López Obrador eran equivalentes. En vísperas de la elección, los positivos superaban a los negativos en una proporción de 2 a 1.
No hay techos ni pisos electorales. La reinvención de un candidato es en buena medida posible por la debilidad de las lealtades partidistas que también se refleja en una creciente volatilidad electoral. Ello implica que es un error hablar del “techo electoral” de un candidato: la votación alcanzada por AMLO es inédita en casi cuatro décadas. Del mismo modo, el piso electoral de un partido puede resquebrajarse fácilmente sin los cimientos de la lealtad partidista. En esta época los candidatos importan más que los partidos y ello hace impredecible lo que ocurrirá de una elección a otra, particularmente cuando hay fuerte rotación de candidatos. El PRI, por ejemplo, pasó de 22% en 2006 a 39% seis años después para llegar a un inimaginable 16 por ciento en estos comicios.
Cuando una campaña negativa se repite, repite como farsa. El pueril intento por retomar la campaña negativa del 2006 ignoró una máxima de la psicología de la toma de decisiones: cuando los individuos están descontentos con el statu quo son más propensos a tomar riesgos (Kahneman y Tverski). Por el contrario, cuando están satisfechos con él se tornan adversos al riesgo. Por ello el entorno más favorable para una campaña negativa exitosa ocurre en momentos de seguridad, estabilidad y crecimiento económico.
En 2006 el contexto favorecía el mantenimiento del statu quo. La aprobación de Vicente Fox, un reflejo de la evaluación del país, rondaba el 60 por ciento. En 2018, la ciudadanía busca el cambio y su evaluación del presidente Peña lo refleja. En estas circunstancias, insistir en la campaña del miedo contra el abanderado de Morena resultó ser una pésima idea.
La “maquinaria” te dará el triunfo… en solo 3% de las casillas electorales. Un socorrido argumento en esta campaña fue que el PRI sería competitivo por su estructura partidista. Como ha documentado Sebastián Garrido, Meade en realidad solo ganó cerca del 3.4% de las casillas instaladas (y estas pequeñas victorias ni siquiera se le pueden atribuir a su maquinara partidista). López Obrador, en cambio, ganó en 83% de ellas. Sobran los comentarios.
La inutilidad del “voto útil”. Anaya y Meade terminaron la campaña como la empezaron: peleando por el segundo lugar con la esperanza de que los votantes ejercieran un voto útil a su favor y así evitar el triunfo de López Obrador. Este razonamiento tiene muchos problemas, primero porque el tabasqueño no despertó el rechazo de antaño. Más aún, para la ciudadanía el mal mayor en esta elección fue la posibilidad de la permanencia del PRI en el poder. Además, solo un puñado de votantes tiene como determinante de voto evitar que un candidato gane. Para la mayoría de los ciudadanos importan más otros factores, como la economía, la seguridad y la corrupción, que su rechazo a un candidato. Pocos le iban a dar su voto a Meade para evitar el triunfo de López Obrador.
Resulta paradójico que Anaya y Meade, los dos candidatos que con mayor ahínco buscaron el voto útil, recibieron en las urnas menos respaldo del que anticipaban las últimas encuestas. Todo indica que ese apoyo esperado nunca llegó. Por el contrario, los ciudadanos al parecer se contagiaron del efecto de “irse con el ganador”, gracias a lo cual el candidato de Morena alcanzó un abrumador triunfo.
En síntesis, durante esta campaña se aplicaron estrategias y se realizaron acciones cuya efectividad hay que juzgarlas a la luz de sus resultados. Si partidos y candidatos aprenden de sus errores, campañas futuras serán más competidas en beneficio de los ciudadanos.