Nuestras reformas político-electorales con frecuencia tienen rasgos de un arreglo de cuentas. Pocas veces se repara en las consecuencias de los cambios legislativos y cómo afectan la vida democrática del país. Uno de estos cambios trascendentales es la renovación de poderes en una sola fecha. Ello implica que un gran número de elecciones (gubernaturas, ayuntamientos y diputaciones locales) se realicen simultáneamente con las elecciones federales, ya sean presidenciales o intermedias.

En 2018 por primera vez se realizará una elección presidencial con esta nueva regla. Para tener idea de la magnitud del cambio, en 2012 se disputaron 2,127 cargos de elección popular (629 fueron a nivel federal). En la mitad de las entidades hubo tanto comicios locales como federales. Este año el número de puestos a elegir será de 3,406, lo que representa un incremento del 60 por ciento. Prácticamente todo el país tendrá concurrencia (30 de las 32 entidades). Como el número de cargos federales a elegir es el mismo, el incremento viene por el lado de las elecciones regionales. En 2012 se eligieron 1498 puestos a nivel local y hoy la cifra es de casi el doble, 2,777 (un aumento del 85%).

Primero lo bueno de esta reforma. La concurrencia de comicios locales con federales se traducirá en un menor abstencionismo. Al crecer el número de puestos en disputa aumenta la relevancia de la elección y ello motiva a la gente a emitir su sufragio. Por otra parte, la concurrencia se traduce en un menor cansancio electoral (en seis años, por ejemplo, hay que ir menos veces a las urnas). En 2012 los estados con elecciones concurrentes tuvieron una participación electoral superior en cuatro puntos porcentuales al resto de los estados, por lo que es previsible que este 1 de julio la participación ronde el 70 por ciento, lo que significaría el menor abstencionismo desde 1994.

En el pasado se defendía la concurrencia bajo el argumento de que la realización constante, casi año tras año, de comicios estatales (y sus conflictos) contaminaba el proceso de toma de decisiones a nivel federal, impidiendo la aprobación de muchas reformas legislativas. Como vimos con el caso del Pacto por México, concretado bajo un esquema de menor concurrencia, las reformas se pueden aprobar de mil formas, incluso con fragmentación partidista. El argumento de que la concurrencia favorece la toma de decisiones es en el mejor de los casos cuestionable y demanda corroboración empírica.

La concurrencia, sin embargo, tiene aristas negativas de gran importancia. La principal es la nacionalización de la competencia electoral porque la contienda presidencial influye sobremanera en los resultados de los comicios locales. El efecto de arrastre significa, por ejemplo, que la contienda por las alcaldías oaxaqueñas tendrá un componente nacional que existe únicamente por la concurrencia. Por ello López Obrador hace campaña por los candidatos de Morena en muchos estados. Del mismo modo, otras variables nacionales, como la baja aprobación presidencial, también influirán en las contiendas por ayuntamientos y por los Congresos estatales.

La nacionalización de las elecciones locales conlleva el riesgo de que se debilite el federalismo como contrapeso al Poder Ejecutivo. Un candidato presidencial popular impulsará el voto por su partido en las contiendas locales (gobernador, alcaldías, diputaciones), lo que significa una mayor concentración del poder político en las manos de un solo partido. Por ejemplo, la jefatura de gobierno de la capital nunca ha estado en manos del partido que dirige el rumbo del país, al menos desde que se elige de manera directa. López Obrador fue un contrapeso para Fox, Ebrard para Calderón. Hoy estamos ante la posibilidad de que el mismo partido gobierne la capital y el país. Se antoja difícil que Sheinbaum sea un contrapeso para López Obrador.

Por lo anterior, la ausencia de concurrencia fortalece los contrapesos. En Estados Unidos se renueva una tercera parte del Senado cada dos años y eso dificulta que una sola elección cambie drásticamente el panorama político. En México, hace unas décadas, llegamos a elegir a la mitad del Senado o al jefe de Gobierno en una fecha distinta a la elección de presidente. No solo tiramos por la borda esas disposiciones, sino que ahora, con la concurrencia, quitamos una barrera más a la concentración del poder político.

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