El interés que generó el debate del domingo, y sus posibles consecuencias electorales, ilustra por qué nuestra clase política ve con incomodidad y recelo  estos ejercicios. Los debates demandan preparación, conocimiento, agilidad mental y adecuado lenguaje corporal. Los candidatos incluso deben contar con habilidades histriónicas. Como escribió Arthur Miller en Politics and the Art of Acting, “los líderes políticos en todas partes han entendido que para gobernar deben aprender a actuar”. 

 

Pocos políticos mexicanos dominan las artes del debate: la construcción de una exitosa carrera política en México no lo requiere. Por ello, sin importar el tipo de elección, el patrón se repite: el puntero no quiere debates, el segundo lugar no quiere debatir con el tercero, el tercero con el cuarto y así sucesivamente. El problema es que en una elección presidencial debemos tener muchos debates y no solo tres como ahora. Salvo López Obrador, tenemos poca información sobre nuestros políticos. ¿Acaso alguien imaginaba 5 años atrás que la boleta electoral de 2018 incluiría a Anaya, Zavala, El Bronco o Meade? Por las razones que sean, los medios mexicanos nos quedan a deber en cuanto a conocer y escudriñar las trayectorias, carácter e ideas de los aspirantes a puestos de elección popular. Sólo con los debates podemos atisbar en ese mundo desconocido para la mayoría de los ciudadanos.

 

En particular, un debate permite evaluar los atributos individuales de los candidatos. Como en un examen, gana quien mejor conteste, quien dé las respuestas que más se acercan a lo que quiere el examinador, en este caso el electorado. Más importante aún, un debate es una competencia directa entre individuos. Queremos conocer quién tiene liderazgo y carácter para enfrentar situaciones inesperadas, quién tiene cadáveres en el closet o quién enarbola un pensamiento retrógrado. En un debate importa el individuo y no quién tiene más capacidad de movilización. 

 

Los debates también nos permiten conocer cómo se relaciona un candidato con sus adversarios, cómo maneja las críticas y la importancia que les da a ellas. En este sentido l@s candidat@s nos quedaron a deber. En un contexto de incertidumbre y polarización, la civilidad de los adversarios ayuda a distender la vida política. Paradójicamente, al evitar responder a sus crític@s, López Obrador copió el libreto de su némesis: “ni los veo ni los oigo”. Las democracias se definen por el trato que recibe la oposición y en el Palacio de Minería estaban presentes tanto el presidente como líderes de oposición del próximo sexenio (aunque todavía no sepamos qué papel desempeñará cada quién).  Tratar con desdén o ignorar las críticas abona poco a la vida democrática del país.

 

Los debates son también incómodos porque realzan la importancia del electorado más voluble, el que orienta su decisión de voto sin ataduras partidistas. Entre más grande sea este grupo, mayor volatilidad tendrá una elección y mayor será el riesgo para el puntero. Esto también explica el comportamiento conservador de López Obrador en el debate. Aproximadamente la mitad de los votantes mexicanos tiene todavía dudas de por quién votar y errar cuesta más si el electorado es voluble. Cuando el electorado es devoto, perdona todos los pecados. 

 

Los escasos debates en nuestras campañas reflejan una triste realidad: 1) las elecciones les pertenecen a los políticos y no a la ciudadanía. Por ello pueden controlar y regular las características de las campañas a conveniencia, ya sea a través de la legislación o simplemente por su negativa a acudir a eventos fuera de su control.; 2) nuestro sistema electoral no está diseñado para promover la competencia. Las reglas buscan más preservar el statu quo (más dinero y tiempo en radio/TV al partido que ganó más votos en la elección previa) que seleccionar al mejor gobernante. 

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