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Como sus manuscritos, como su rostro que puede descubrirse en los autorretratos que se le atribuyen, en algunos de sus cuadros como La adoración de los magos, en la representación del arcángel San Miguel en el cuadro de Francesco Botticini Tobías con el ángel, en la de Platón del fresco Escuela de Atenas de Rafael, en la escultura de la cabeza de David de Verrocchio, en el libro de Fra Luca Pacioli Divina proportione, la obra de Leonardo da Vinci parece dispersa porque quizá su curiosidad parecía inagotable y lo indujo a creer que el principio era la observación y a interesarse por la pintura, que consideraba filosofía, por las artes mechanicae, por la anatomía, por las diversas formas de la naturaleza, por el comportamiento de los cuerpos, por el movimiento, por las fuerzas cósmicas y los elementos, por la botánica y la geología, por la gastronomía; esa vastedad quizá induce a considerarla dispersa cuando, como la naturaleza, conforma un todo.
“El hombre es modelo del mundo”, escribió Leonardo da Vinci. “Los antiguos decían que el hombre es un mundo menor, y cierto es que tal nombre está bien escogido, puesto que el hombre hallase formado de tierra, agua, aire y fuego”. En “Arte y ciencia de Leonardo da Vinci”, el ensayo que precede a su traducción de los Escritos literarios de Leonardo, Guillermo Fernández sostiene que “no debe maravillarnos encontrar, en los espectáculos naturales que más atraen la atención de Leonardo, el continuo antagonismo del cual brota la vida, que es siempre la victoria de un elemento espiritual, enérgico, inaferrable, por encima de la materia. Las fuerzas invisibles embisten las sustancias corpóreas, poniéndolas en movimiento y plasmando sus formas. Éstas se incorporan más fácilmente en las sustancias más leves y dóciles a sus órdenes, y de éstas se sirven para mover las más inertes”.
El agua hace fluida “la condensación de la tierra”, el aire agita las aguas, las retuerce y eleva en “forma de columna, con color de nube”. La llama se comprime por la densidad del aire “y con rápida dilatación domina a su alimento y penetra el aire que la cubría”. Y dentro de la llama, la luz. “Mira la luz y considera su hermosura. Cierra los ojos. La que habías visto ya no existe, y la que verás no existe todavía. ¿Quién la rehace, si su autor muere de continuo?”
Guillermo Fernández recordaba que la generación inmediata que nos ha precedido consideraba a Leonardo el precursor de la técnica moderna. Sus contemporáneos, “en cambio, no celebraron en él al creador de instrumentos prácticos, sino al pintor divino y al filósofo, lamentando que el primero hubiese dejado muy pronto de pintar y el segundo ocultado su pensamiento. En efecto, su curiosidad científica fue aumentando a costa de la artística: incluso en esto se halla la originalidad de Leonardo” y la unidad de su obra.
Aunque era un errante, Guillermo Fernández mantenía ciertas maneras tapatías. Era un gran conversador, afectuoso y generoso, lo cual también se manifestaba en un humor naturalmente incisivo, semejante a lo que los ingleses llaman witty. En sus remembranzas, publicadas póstumamente por el Fondo de Cultura Económica con el nombre de Éste, refiere que luego de haber ensayado oficios varios como vendedor de cosméticos, mozo del Hotel Nido en Chapala, fabricante y vendedor de brillantinas, locutor y programador de radio, portero y entrenador de futbol, poeta, finalmente halló “un oficio que me apasionaba y abstraía casi por entero del mundanal ruido”: traductor del italiano.
En “Un camino de piedras blancas”, el prólogo a Éste, Jorge Esquinca recuerda que Guillermo Fernández era reticente a que se le considerara un poeta (“eso lo serás tú”, objetaba de inmediato) y que alguna vez le lanzó: “de mis versitos habrán de olvidarse, de mis traducciones no”.
No parecía raro que cuando uno se lo encontraba, aunque no fuera de sus conocidos, Guillermo Fernández le regalara algunos de los libros que editaba con el Instituto Mexiquense de Cultura en su colección La canción de la tierra, nombre que, es obvio, remite a Mahler y a la melomanía que cultivaba sin afectaciones y a una idea esencial en él. Como ser traductor, ser editor importa asimismo una buena forma de ser generoso. Son libros de formato pequeño, pero legibles, con un diseño escueto y una tipografía que les confiere la elegancia que puede deparar la sobriedad. Muchos de ellos procedían de traducciones suyas que no dejan de producirme asombro, admiración y felicidad: La boutique del misterio de Dino Buzzati, Aforismos políticos y civiles de Francesco Guicciardini, Reflexiones literarias de Giacomo Leopardi, Escritos literarios de Leonardo da Vinci.
“Traductor impecable”, afirma Jorge Esquinca, “siempre fiel, nunca servil”, Guillermo Fernández solía regalar, como exordio de sus traducciones, ensayos suyos, como el que escribió sobre Leonardo da Vinci, que revelaban al lector que era, para el que la erudición importaba un placer que podía compartirse generosamente como una forma de conversación. Con esos textos buscaba un cómplice para los escritores que traducía.
Sus traducciones pueden inducir a leer sus poemas que pueden incitar a leer sus remembranzas, uno de cuyos centros son sus traducciones, como la de Leonardo da Vinci, cuya obra sigue dispersándose en la reproducción de sus invenciones mecánicas, en la edición de sus manuscritos, en libros, en exposiciones, en conjeturas no siempre rigurosas, en versiones admirables como la de Guillermo Fernández.
***Fotografía: En el marco de los 500 años de la muerte de Leonardo Da Vinci abrieron exposiciones en todo el mundo, como la titulada Leonard Parade, en Milán, Italia. En Florencia fue mostrado un mechón de cabello que podría ser del artista. Mientras que en Francia el presidente Emmanuel Macrón y su homólogo italiano Sergio Mattarella encabezaron ceremonias conmemorativas. (LUCA BRUNO. AP)