“Aquel verano de 1914”, recordaba Stefan Zweig en El mundo de ayer, “hubiera sido inolvidable aun sin la catástrofe que arrasó la tierra europea, porque rara vez he vivido un estío más exuberante, más hermoso y acaso diría más veraniego”. Pero el silencio de la banda de música que tocaba en el parque de Baden, cerca de Viena, donde se encontraba el domingo 28 de junio leyendo Tolstoi y Dostoievski de Mereshkovski, importó un mal augurio.

“Algo debía haber ocurrido”, escribió. “Me levanté y advertí que los músicos abandonaban la rotonda destinada a la banda. Eso también era algo extraño, pues los conciertos solían durar una hora y aun más. Algo insólito debía haber ocasionado esa suspensión brusca. En cuanto me aproximé, vi que la gente se agolpaba en grupos agitados frente a la rotonda en torno a un comunicado que, al parecer, acababa de fijarse allí. Era, según supe luego de breves minutos, el texto del telegrama según el cual Su Alteza Imperial, el heredero del trono Francisco Fernando y su esposa, que se habían dirigido a Bosnia para asistir a las maniobras militares, habían sido allí víctimas de una alevoso asesinato político”.

Semanas después diversas bandas de música en varios lugares de Inglaterra y Escocia, Rusia y Francia, Austria, Hungría y Alemania despedían festivamente a los soldados que partían al frente de combate.

No sólo los himnos y las canciones patrióticas se propagaron por las trincheras, sino que surgieron entre las tropas beligerantes canciones circunstanciales que han propiciado distintas antologías.

“Había surgido una gran desgracia”, refiere Ernst Jünger en Tempestades de acero al rememorar los últimos meses de esa guerra que se adivinaba breve y terminó pareciendo infinita. “Un avión había dejado caer una bomba en medio de la banda de música del 76º Regimiento de Infantería, rodeada en aquel momento por un grupo de oyentes”.

En El Filibusterismo, J. y F. Gall sostienen que “los filibusteros fueron los primeros en la historia que intentaron luchar contra el aburrimiento obligado de las largas travesías o de las calmas chichas. El espíritu anarquista fue el único que pudo permitirse imaginar, en aquella época, que una institución especial podía llenar esa laguna. Cada ‘Hermano’ podía hacerse tocar un trozo de música cuando lo deseara, ya fuese de día o de noche. Un prisionero escribió a este respecto: ‘La cena tenía lugar a las 8 de la noche, amenizada por los músicos... Uno de ellos, el que tocaba la trompeta, había sido reclutado a la fuerza en uno de los asaltos’”.

Los músicos de los piratas descansaban un día a la semana y “también eran utilizados en la táctica de la captura. Cuando se intimaba un barco a la rendición, los músicos tocaban a todo viento, aires marciales, o se limitaban a hacer sonar sus instrumentos con gran estruendo de disonancias. Durante ese momento, la tripulación bailaba, disparaba al aire, agitaba los brazos... (lo que se llamaba ‘demostración de fuerza para intimidar al enemigo’. Aunque pueda parecer un tanto pueril, esa estratagema daba casi siempre grandes resultados. No cabe duda de que un espectáculo de esa índole en alta mar debía ser tan insólito como impresionante)”.

Una canción pirata importa un augurio y cifra algo de la historia de La Isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson:

Quince hombres van en el cofre del muerto

¡Ja, ja, ja, y una botella de ron!

El diablo y el ron se llevaron el resto

¡Ja, ja, ja, y una botella de ron!

Hay quien considera que se trata de una canción fantasma que no deja de transmigrar.

Y, sin embargo, la música parece preservar cierta hospitalidad a pesar de los usos bélicos y criminales a los que en ocasiones se le pretende someter.

Una leyenda japonesa, que también se halla en el origen de Lamento a la muerte de Raúl Lavista de Mario Lavista, sostiene que el sonido de la flauta es el único sonido que pueden oír los muertos.

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