21/09/2018 |00:51
Redacción El Universal
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Entre los oficios varios que Juan José Arreola recordaba haber practicado, el de tepachero no parece el menos significativo. “Mi padre fue”, le dijo a Fernando del Paso, “entre sus muchos oficios, tepachero. Y yo también. Y por tepachero perdí algunas novias”.

Después de haber estudiado teatro con Fernando Wagner en la Escuela de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y de haber intentado el Teatro de Medianoche con Rodolfo Usigli en el Distrito Federal, Arreola huyó “como de una Sodoma, pensé que nunca más iba a volver”. Viajó a Manzanillo, donde su familia se había exiliado de Zapotlán el Grande. En El último juglar, sus memorias que conformó su hijo Orso, refiere que “en Manzanillo tuve una vida radicalmente distinta a la que llevé en la Ciudad de México. Desde los primeros días de mi llegada me dediqué a buscar una novia, con la idea de casarme y establecerme en Zapotlán.

“Fiel a mis propósitos, realicé en corto tiempo tres intentos de noviazgo, pero ninguno prosperó. Sólo una muchacha, Alicia Kim Sam, hija de padres chinos avecindados en el puerto, correspondió a mis galanteos, pero cuando descubrió que yo vendía tepache se desilusionó de mí”.

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El padre de Arreola, don Felipe, “que durante muchos años de su vida, desde que salió del seminario, se dedicó a varios negocios, descubrió que el modesto tepache era su salvación. Mi hermano mayor, Rafael, y yo, asistidos por Felipe y Librado, trabajábamos desde el amanecer hasta el anochecer en la fabricación y venta de tepache, que es una bebida fermentada de piña, fresca y alimenticia, y sobre todo capaz de quitar la sed y el calor extremos, como los del mediodía en las zonas costeras. La aparición de los refrescos industriales acabó con una larga tradición y consumo de bebidas autóctonas saludables y refrescantes como el tepache. Nuestro lema fue: ‘Beba tepache Arreola, tan fresco y saludable como la ola’”.

Sus estudios de actuación en la Escuela de Teatro del INBA le depararon, entre otras cosas, que se convirtiera en locutor de radio en la estación XEJP, que estaba en la calle Ernesto Pugibet, en el Distrito Federal. Recordaba que “la mayoría de los anunciantes eran abarroteros españoles, como don Ramón Galicia, cuya publicidad decía: ‘Leche La Vaquita, sabrosa hasta la última gota’. Yo repetía cada aviso docenas de veces y llegué a saberme todos los anuncios de la estación”.

Todavía se divertía al referir que “un locutor de la XEW cometió un error que dejó al público sorprendido, cuando al anunciar una tienda famosa que en época de Navidad vendía pavos, lechones y cabritos, dijo llanamente: ‘Compre los mejores pavos, lechones y cabrones para esta Navidad...’”

Lúdicamente, Arreola comprendió que ciertos géneros circunstanciales como ciertos informes, como el flash noticioso, como los pregones de la lotería, como las maneras verbales de merolicos y ropavejeros podían convertirse en literatura con rigor e ironía. También los anuncios le depararon no sólo un juguete literario sino la forma ideal de referir ciertas invenciones como, por ejemplo, el Baby HP, “un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña”. Se trata de “un aparato moderno, durable y digno de confianza” que transforma la energía que derrochan los niños en electricidad.

Arreola no sólo recrea con humor el estilo peculiar de los anuncios comerciales sino que lo incita a imaginar invenciones posibles como también la Plastisex, acaso semejante a La Eva futura que Villiers de L’Isle Adam atribuía al brujo de Menlo Park, T. A. Edison.

La curiosidad de Juan José Arreola parecía infinita y, entre otras cosas, lo inducía a reparar en cualquier minucia y en hallar asombros en las cosas comunes que con frecuencia permanecen ignoradas. Admiraba asimismo los oficios, algunos de los cuales aprendió y también forman parte de su literatura. En la “Carta a un zapatero”, a cuyo título agregó luego: “que compuso mal unos zapatos”, lamenta que el susodicho zapatero no ame su oficio, lo cual “es también triste para usted y peligroso para sus clientes”. Sostenía que “nos hacen falta artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo”. Creía que también la literatura era un oficio que obraba el prodigio de volver originales las cosas y las palabras desgastadas.