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Las buenas intenciones son muy importantes para emprender una transformación de la sociedad mexicana pero desafortunadamente no son suficientes. A más de 60 días de la llegada del Presidente Andrés Manuel López Obrador, la manera en que empieza a funcionar la maquinaria gubernamental deja dudas y preocupaciones importantes.
Una buena parte del electorado coincidimos en la propuesta central que el Presidente ofreció en su campaña. El deterioro de la vida en México tocó fondo particularmente con las dos administraciones anteriores. Los niveles de inseguridad, corrupción y desigualdad, principalmente, requieren la atención urgente y eficaz por parte del gobierno y, en su caso, de la sociedad para efectuar el cambio necesario. Se trata de una tarea postergada, pues de eso se debería haber tratado, hace años, el consolidar nuestra democracia. Con la alternancia electoral que tuvo lugar en el 2000, la clase política prefirió mantener intacto el modelo y la distancia con la sociedad, para de esa manera proteger sus beneficios. Contamos con una democracia electoral, pero con una sociedad muy dividida, con esquemas de convivencia altamente autoritarios en todos los espacios de nuestras interacciones.
El Presidente plantea día con día sus ideas para llevar a cabo un sinnúmero de cambios. En sus conferencias y mensajes observo a un hombre honesto con muy buenas intenciones. No hay tema planteado que no requiera modificación. Mi preocupación, y la de más gente, son las formas en que se propone llevarlas a cabo. Cito algunos ejemplos donde esta situación se presenta: el centralismo de las decisiones y de la comunicación gubernamental; el desprecio a órganos autónomos (SNA, INE, etc); a la judicatura independiente; establecer remuneraciones arbitrarias a la burocracia; continuar con la militarización; aumentar delitos con prisión preventiva oficiosa; reducir el sistema de estancias infantiles; nombramientos a modo (en la Corte, en el Tribunal Electoral, en la Fiscalía), etc.
El Presidente y su partido cuentan con las mayorías para hacer estos cambios e incluso modificar la Constitución, pero eso, paradójicamente, no es suficiente, es una arma de doble filo. Se le llama “mayoritear”. Y utilizar los votos de una mayoría representativa no es el camino que nuestra democracia desigual necesita. La historia está llena de ejemplos de democracias mayoritarias que erosionan sus bases o se convierten en autoritarismos. Las acciones gubernamentales requieren de consenso, de políticas comunicadas y explicadas a detalle con argumentos razonados y justificados.
La base de la que se debe partir es el auto reconocimiento que ser líder social no lo convierte en la fuente ni de las mejores ideas, ni de las verdades únicas en todos los campos. Es imprescindible el diálogo, escuchar puntos de vista distintos no sobre lo que hay que hacer, pero sí sobre los cómos.
Para construir un sistema y un liderazgo auténticamente democrático se debe de buscar fortalecer la crítica en todos los espacios que sea posible, en su propio gobierno, con los miembros de su partido, con los actores políticos que deberían actuar como contrapesos del poder presidencial, diputados, senadores, jueces, órganos autónomos, y por supuesto periodistas, organizaciones y academia.
Empiezo a percibir miedo o cautela excesiva a disentir de la opinión presidencial.
El Presidente debe de convencerse que llevar a cabo la profunda transformación que busca, requiere contar con la mayoría de los mexicanos y no sólo sus simpatizantes, por muchos que estos sean. De poco nos servirán cambios impuestos o autoritarios. No estar de acuerdo con algunas de sus ideas no es desafiarlo ni tampoco convertirse en su “adversario”. Al contrario, es querer ayudar a que las cosas se hagan de la mejor manera posible.
Todo régimen busca hacer cambios. Pero para lograr una transformación histórica, además de legal y moral, tiene que ser verdaderamente democrática e incluyente.