Un grupo de profesionales de la política apartidista, con gran influencia en los medios, está presente en cuanto debate público tenga lugar: el progretariado. Sabe de todo, se dice preocupado por todo y se sube a todas las batallas: desde los derechos de los animales, hasta las campañas para erradicar el uso de los popotes.
Convencido de poseer un gran conocimiento del país, forjado a través de un fin de semana en San Miguel de Allende, una boda en algún pueblo mágico o una aleccionadora misión de cuaresma practicada durante la preparatoria, cree tener en sus manos todos los diagnósticos del país. En consecuencia, se siente facultado para representar todas las causas.
Para no sentirse conservador, el progretario tranquiliza su conciencia a través de pequeños hábitos: compra cosméticos que no han sido probados en animales, bebe café orgánico y degusta comida vegana, tres veces más cara que la del mercado, pero “ambiental y socialmente responsable”.
Ha hecho suyo el llamado “lenguaje incluyente”. Cree que cambiará el mundo si logra osar en el terreno lingüístico. Para ello, agrega arrobas entre las palabras para que ningún “ciudadan@” se sienta excluido y se siente revolucionario al utilizar una letra “e” para convocar a sus “amigues”, en vez de llamar a las amigas y los amigos a una reunión.
El progretario más risible es el que se dice “de izquierda” porque promueve la agenda LGBTI, el derecho a decidir y —por sobre todas las cosas— su inalienable derecho a fumar mota. La causa por la igualdad y la justicia social, le parece importante, pero la considera de la temporada pasada; en el fondo sabe que un cambio real en ese frente afectaría sus propios privilegios.
Despreocupado por la igualdad sustantiva, el progretario no puede hacer otra cosa que limitar su militancia a la defensa de ciertos grupos y sobreactuarla con altas dosis de purismo. Para hacer más creíble su progresismo, saca los dientes ante la más mínima expresión que parezca discriminar a las mujeres o a los gays (mucho más que cuando se trata de los indígenas o los pobres).
La característica más común del progretario es la hipersensibilidad y la sobreactuación. A veces no entiende realmente qué es la discriminación, pero está presto a encontrarla en cualquier expresión o actitud. Si se critica a una mujer, seguramente es por ser mujer. Curiosamente, el progre no ve la diferencia entre criticarla por su sexo y utilizar este último como argumento para degradarla. Para el progretario todo es igual porque todo es parte de su misma puesta en escena.
Al progretario le encanta el feminismo, pero su feminismo solo alcanza a ver a un tipo de mujer, generalmente acomodada y de clase media. Sueña con ser Hillary Clinton, Sherryl Sandberg o Christine Lagarde para emular sus historias de éxito en un mundo capitalista donde —bien sabemos— solo algunos cuantos triunfan. Su feminismo de revista de negocios deja fuera a las mujeres pobres, migrantes o indígenas; excluye eso que Nancy Fraser llama “el feminismo del 99%”.
El progretario adora el ambientalismo, pero suele suscribirlo en su versión más superficial, una que no se vincula con la sociedad y es incapaz de encontrar la responsabilidad del daño ambiental en el sistema económico, donde la lógica del lucro no tiene límites. Admira los documentales de Al Gore, pero es incapaz de nombrar a cinco ambientalistas indígenas o comuneros en México.
Se presenta como un incansable defensor de los derechos humanos, pero casi nunca da batallas concretas para hacerlos valer entre quienes menos los ven garantizados, los más excluidos. Por lo general, lo que más le importa es hacerse de espacios para hablar sobre derechos humanos, siempre desde su perspectiva colonia-del-valle centrista. Cuando no es así, usurpa luchas ajenas y se asume como portavoz de grupos que no le han conferido una representación.
Al progretario le asusta todo lo que tenga que ver con la política real. Se dice de izquierda, pero nunca estará contento con una que se perfile como opción de poder. Siempre querrá otra cosa, una “izquierda moderna”, integrada por gente bien, que no joda al poder económico y se integre por quien considera “los verdaderos ciudadanos”. Y como esa alternativa nunca llega, siempre se quedará esperándola.
Pero el progretariado no es tan casto como nos quiere hacer creer. Para avanzar en el terreno táctico no tiene empacho en acercarse a algún político que le suelte un buen contrato, aliarse a un partido conservador que le permita aterrizar con poco esfuerzo en un cargo público o ganarse el favor de un grupo parlamentario que le facilite un espacio en la explanada del Senado… uno en el que la societé civil pueda hacer escuchar su imprescindible e inagotable voz.
@HernanGomezB