Dudo sinceramente que exista en este gobierno una política en contra de la ciencia y la tecnología, un intento por desmantelar los 27 centros públicos de investigación que existen en el país o una tentativa de “criminalizar el saber”, como han llegado a afirmar algunos académicos desde un ánimo exaltado.

Los centros Conacyt son una de las tantas víctimas de una política austeridad que —como ya se ha dicho otras veces— se ha instrumentado con machete en lugar de bisturí; se han visto afectados por las mismas decisiones tomadas a rajatabla en otros ámbitos y por la excesiva velocidad con que se han implementado.

Había dos maneras de emprender una reforma administrativa capaz de eliminar el gasto superfluo y reducir el dispendio. Una era a través de la elaboración de diagnósticos precisos y una ingeniería institucional detallada que permitiera decidir cómo cortar y en dónde, a fin de cuidar que efectivamente no se afectaran labores sustantivas.

El presidente probablemente consideró que emprender una estrategia de este tipo tomaría varios años, quizás toda su administración. Por eso tomó la decisión política de establecer medidas radicales y precipitadas para recortar presupuestos y estructuras.

Era evidente que todo tipo de problemas habrían de aflorar, pero se prefirió eventualmente enfrentarlos y después repararlos. Esta decisión, evidentemente, conlleva grados elevados de incertidumbre y confusión, pero también obliga a las distintas autoridades a cuestionar permanentemente sus propias decisiones y estar dispuestas a modificarlas.

El gobierno ya demostró su disposición a rectificar sobre una absurda disposición que obligaba a los investigadores de estos centros a solicitar un permiso de Presidencia para viajar al extranjero. De la misma forma debiera dar marcha atrás a otras decisiones que están generando enormes problemas para los centros educativos, como el despido masivo de personal.

Cada uno de los centros públicos de investigación enfrenta problemáticas distintas. A diferencia de la UNAM y otras universidades, facultadas para manejar su presupuesto con criterios académicos, los investigadores de centros públicos dependen del son que les toca la Secretaría de Hacienda. El hecho de que sus investigadores tengan estatus de funcionarios públicos está generando una serie de problemas no previstos.

En el Instituto Mora, donde el autor de esta columna se desempeña como investigador, ya no quedan recursos para contratar profesores externos durante el resto del año. ¿Por qué? Porque el memorándum del 3 de mayo —quizás el documento más austericida en lo que va de esta administración— obligó a reducir 50% la partida 33104 de “asesorías para la operación de programas”, a través de la cual se les pagaba.

Al reducir esta partida para toda la administración pública, la Oficialía Mayor de Hacienda buscaba ahorrar en el excesivo gasto ejercido en la contratación de asesores y consultores externos dentro de todo el aparato público. Sucede, sin embargo, que a través de esa misma partida era como el Mora pagaba a una parte importante de sus profesores. Al ser una institución pequeña y con un presupuesto limitado, al Mora le resulta humanamente imposible tener especialistas en todas las áreas en las que imparte docencia.

La prohibición actual de modificar partidas, con su excesiva rigidez, tampoco ayuda a los centros. Algunos hoy enfrentan dilemas tan absurdos como el no contar con suficiente presupuesto para cubrir el pago del impuesto predial, cuando les sobran holgadamente recursos para pagar celulares, como ocurre en el CIDE. En otros casos, como el Cinvestav, la obligación de reducir estímulos —a través de los cuales se había encontrado una vía de incrementar remuneraciones a todo el personal en todos los niveles—, se ha traducido en una grave disminucion de sus percepciones netas.

Es claro que la situación merece revisarse caso por caso.

@hernangomezb

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