Algunos esperaban que dentro del amplio mosaico obradorista la principal tensión en este gobierno se daría entre los viejos militantes de Morena y los nuevos perfiles que se incorporaron en vísperas de la campaña electoral de 2018. No ha sido así. La batalla de fondo tampoco se da entre neoliberales e izquierdistas, como escribió Hugo Garcíamarín (https://bit.ly/2M41tGW).
Una de las principales diferencias se da hoy entre un sector que considera que todo lo que se hizo en el pasado es sospechoso per sé, que todo está podrido e infestado, y en consecuencia debe ser destruido o dinamitado sin más, y quienes en mayor o menor medida reconocen que existe una serie de instituciones que se han construido a lo largo de décadas y es necesario respetar y preservar, cambiándolas de forma prudente y sensata.
En la agenda de austeridad y control del gasto el presidente hasta ahora se ha apoyado más en el primer sector, desde donde ha efectuado una interpretación extrema de que la corrupción está en todas partes. Esa postura, que podría ser efectiva para movilizar conciencias durante una campaña electoral, difícilmente puede materializarse sin amenazar la supervivencia del aparato público.
No cabe duda que eliminar privilegios, reducir sueldos y compactar estructuras es uno de los grandes aciertos; representa el cumplimiento de un compromiso de campaña. Sin embargo, en algún momento la receta parece haberse convertido en un dogma de fe capaz de arrasar con lo que sea.
Pareciera como si alguien le hubiera hecho creer al presidente que los beneficios de la renta petrolera yacen escondidos detrás de las jugosas plazas de la administración pública o que allí está la clave para promover una política redistributiva. Que eliminar a los directores generales adjuntos o cortar plazas de asesores podría ayudar a resolver el problema de las finanzas públicas del país.
Esta visión en muchos casos lleva a anteponer la ideología a la realidad, y en algunos incluso se contrapone a la normatividad existente, planteada desde una lógica caricaturesca y distorsionada de la naturaleza del Estado. Una donde pareciera que todos los puestos de la administración federal han sido inventados para acomodar amigos sin desempeñar funciones sustantivas.
Teniendo que recurrir a uno de los planteamientos de mis adversarios, pareciera que no nos situamos tan lejos de lo afirmado por Héctor Aguilar Camín al calificar semejante escenario de “austericidio”, un neologismo inventado por Felipe González que reúne las nociones de homicidio y suicidio con las de austeridad y ahorro.
Llevada a un extremo dogmático, la idea de la austeridad y el control del gasto puede llevar a la pérdida de capacidades estatales, a crear un gobierno sin capacidad de operación y una administración incapaz de ejercer el presupuesto mismo.
El presidente insiste en la necesidad de tomar decisiones tajantes para impulsar grandes transformaciones. Cree necesario exagerar en el remedio para curar la enfermedad y dejar muy clara su voluntad política. Probablemente tenga razón, pero al promover las grandes ideas que impulsan su administración debe cuidar la manera en que se aterrizan, hacer matices y admitir excepciones.
Un servidor público de alto nivel, por dar solo un ejemplo, no debiera estar impedido de asistir a una cumbre internacional o esperar semanas para recibir una autorización de Presidencia que le permita hacerlo cuando México está negociando algo importante para el país o cuando hacerlo es necesario para concretar proyectos de inversión. Por sobre todas las cosas, no podemos permitir que se afecte la provisión de servicios públicos básicos como es el derecho a la salud.
Mal haría la 4T en descartar de un plumazo el texto de renuncia de Germán Martínez, en simplemente descalificar al personaje como “traidor” o “desertor” o endilgarle falsas acusaciones. Dentro de las muchas lecciones que debemos sacar de esa carta es que la austeridad debe tener límites éticos y políticos claros.
@HernanGomezB