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Camila Escalante acababa de cumplir 64 años. Un viernes cualquiera, un viernes de la Ciudad de México, acompañó a su nieto Rodrigo a su clase de tae kwon do, en un centro de artes marciales de Coapa.
Acababa de terminar la clase. Mientras Rodrigo se cambiaba, Camila se quedó conversando con el instructor. De pronto, en una reacción instintiva, ella le agarró las manos al maestro, para evitar caerse de la banca en donde estaba sentada.
La pasaron a una silla. Un estudiante de medicina que estaba calentando se acercó a auscultarla. Recomendó que llamaran al 911, pues podía tratarse de una accidente cerebro vascular.
A Camila le dolía la cabeza. No podía hablar bien, estaba mareada, vomitó varias veces. Su hija, Gabriela X, a la que habían llamado en cuanto todo comenzó, arribó al centro cuando el maestro intentaba explicar al operador del 911 lo que había ocurrido.
Gabriela tomó el teléfono. El operador le preguntó el nombre, la edad, la fecha de nacimiento de su madre. Luego le pidió la dirección de la escuela de tae kwon do y quiso saber si se hallaba en Granjas Coapa o en Magisterial Coapa. Más tarde preguntó si la escuela se ubicaba en Tlalpan o Coyoacán, porque el sistema indicaba un error en la dirección.
El operador preguntó otra vez el nombre, la fecha de nacimiento, la edad y el lugar a donde iban a trasladar a la paciente cuando llegara la ambulancia. Finalmente le pidió a Gabriela que entendiera que la ambulancia se iba a tardar, porque era viernes en la noche y había mucho trabajo. Dijo, finalmente, que tenía que enviar primero una patrulla para verificar si sí se trataba de una emergencia.
Al estudiante de medicina le llamaban Memo. Nunca lo volvieron a ver. No lograron darle las gracias por lo que hizo esa noche. Camila se había resbalado de la silla. Memo la recostó en el piso y comenzó a hacerle preguntas para evitar que perdiera el conocimiento: cómo te llamas, dónde estás, cuántos hijos tienes, cuántos nietos, cómo se llaman tus perros. Camila respondía con dificultad. “Era como si tuviera la lengua gorda”.
Llegaron dos policías en bici para verificar si había o no una emergencia. Pidieron los generales, el nombre, la edad, detalles sobre lo ocurrido. Hablaron en “código de policía” y finalmente certificaron que sí había una emergencia.
Le pidieron a Gabriela que volviera a hablar al 911. El operador dijo: “Está bien, pero ya le comenté que no hay unidades. Pueden tardar dos o tres horas”. Le entregó a Gabriela un número de folio y cortó la llamada.
Los polis de la bici le dijeron que si quería hacer algo por su madre la subiera a un coche y se la llevara. Pero que si la paciente se moría en el camino, entonces ella tendría problemas para certificar su fallecimiento. Luego se fueron a hacer su rondín.
Gabriela recordó que su madre había contratado un servicio telefónico que por 17 pesos al mes incluía “asistencia al hogar, plomería, cerrajería, apoyo vial en caso de ponchadura, pase de batería, servicio de grúa y ambulancia”. Marcó.
La ambulancia llegó en 20 minutos y con la sirena abierta se llevó a Camila al hospital Darío Fernández del ISSSTE. “El trato fue bueno, humano”, cuenta Gabriela. Pero los dejaron en un pasillo porque había otro paciente en el cubículo de choque.
A Camila la recibieron a las tres de la mañana, siete horas después del accidente cerebro vascular.
Murió el domingo siguiente.
Un médico le dijo a la familia que se habían tardado en llegar y que además habían tenido mala suerte, pues el paciente que ocupó el cubículo de choque llegó al hospital con solo minutos de diferencia.
Otro médico dijo que era difícil saber si Camila se habría salvado de haber llegado antes, en lugar de esperar horas y horas antes de recibir atención.
La ambulancia del 911 nunca llegó. Cuenta Gabriela que cuando llamaron para avisar que ya se habían llevado a la paciente, les dijeron que no había reporte de emergencia, que no había existido validación de la patrulla sobre la emergencia médica y que la dirección que le dieron a la patrulla “estaba cerrada”.
Otra historia de la ciudad. Otra historia
del 911.