El choque de una pipa y un tráiler, a consecuencia de la neblina, desencadenó todo lo que ocurrió aquel día. Relaté la primera parte de la historia el pasado 28 de enero. Un grupo de montañistas que iba a escalar el volcán Sierra Negra fue asaltado a unos kilómetros de la caseta de Esperanza, en Puebla.
El choque provocó el cierre de la carretera. Los montañistas, que viajaban a bordo de dos camionetas, un auto y una moto, tuvieron que ingresar en un camino ejidal. Al primer vehículo se le cerró una camioneta con hombres armados. Los montañistas fueron despojados de todo: teléfonos, celulares, carteras, cámaras, equipo de montaña. Una mujer que escondió un teléfono logró avisar al auto que venía un poco más atrás. También ese vehículo fue asaltado. Los delincuentes bajaron a los montañistas y les ordenaron tenderse boca abajo en un sembradío.
Uno de ellos, lo llamaré Alejandro, iba acompañado de su perrita: una corgi llamada Malta. Malta había estado con él durante los últimos siete años. Habían escalado tres veces la Malinche, tres veces el Ajusco, y un tramo largo del Iztaccíhuatl. Aún más: Alejandro se había quedado con ella al término de una relación que se rompió. Solía decir que por un extraño camino, la compañía de Malta le había ayudado a superar ese episodio.
Aquella noche vio desaparecer en la oscuridad una de las cosas más preciadas de su vida. Una hora más tarde, en la base de la Policía Federal, y a través de un GPS, Alejandro pudo ubicar su teléfono. Lo mantenían encendido en un lugar cercano. El comandante dijo que no podía hacer nada: que solo tenía cuatro agentes y todos estaban en la carretera atendiendo el choque. “Hoy se desató el demonio”, dijo un vecino de Esperanza.
Los montañistas dieron por perdidos sus bienes. Pero Alejandro no, porque lo único que un perro tiene en el mundo es a su dueño. Ofreció una recompensa a los federales. Comenzó a buscar contactos. Llamó a amigos que pudieran acercarlo con autoridades, y le llamó también a su ex pareja, Julia, para darle la mala nueva.
La tarde en que conversé con Alejandro lo noté quebrado. La historia del asalto acababa de ser publicada. Tenía miedo de que fueran a matar a Malta. “Si los asaltantes piensan que a través de ella pueden encontrarlos, la van a matar”, murmuró.
Julia tenía otra opinión: ofrecer una recompensa era una forma de asegurar la vida de la corgi. Julia tenía, también, una idea: solicitar la ayuda de algún político local que difundiera la noticia de la recompensa entre su electorado.
Localizó a la diputada federal Julieta Vences, del Distrito 8 de Puebla —donde el asalto había ocurrido— y le pidió que le ayudara a difundir un cartel. La diputada le dijo: “Antes de tener hijos, tuve perros. Entiendo la pérdida”. Prometió ayudar. El cartel, con los datos de la Casa de Gestión de la diputada, fue difundido en redes.
Alejandro salió de viaje con la certeza de que no volvería a ver a su perra. Pero semanas más tarde, una mujer llamó. Una camioneta blanca, “chingona”, había abandonado a la perra cierta noche en la carretera. La familia de la mujer la había recogido. Les envió una foto.
En esta aparecía una perra triste. Era Malta. Julia y un amigo de Alejandro, Alfonso, se movieron a Puebla. El encuentro sucedió en el estacionamiento de un Chedraui. Apareció una camioneta destartalada repleta de niños y mujeres. “Todos los niños se despidieron mucho de ella, ya la habían bautizado como Frida”, relata Alfonso.
Malta “no entendía qué pasaba”, pero reconoció de inmediato a Julia y a Alfonso, y los comenzó a lamer. La recompensa fue entregada. Luego, los tres se tomaron una foto.
Ese día, fuera del país, alguien lloró de felicidad.
Una buena entre tantas malas.
@hdemauleon
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