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Algunos de los muertos más antiguos del Panteón Francés de la Piedad llegaron en 1864: eran los cadáveres de oficiales caídos durante la Intervención Francesa en México. Hoy, un monumento funerario los recuerda: “Anciens combattants francais du Mexique”.
Uno de los últimos muertos de la etapa de esplendor de este cementerio fue el poeta Jorge Cuesta, la figura más enigmática del grupo Contemporáneos: en agosto de 1942, después de intentar arrancarse los ojos con las manos y de clavarse en los testículos un tenedor de cocina, Cuesta se ahorcó con su propia camisa de fuerza en el hospital siquiátrico del doctor Lavista.
Ese año, el Panteón Francés fue “clausurado” a consecuencia de la saturación que presentaba, ocho décadas después de haber sido inaugurado bajo el modelo de los grandes cementerios franceses.
El panteón tenía entonces, distribuidos entre sus calles, sus fuentes y sus glorietas, más de 4,300 monumentos. Fue el año en que la Sociedad Franco Suiza y Belga de Beneficencia abrió el Panteón Francés de San Joaquín, a donde fueron a parar, a partir de entonces, muchos de los muertos ilustres de México.
El ex director del Acervo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, David Olvera Ayes, llegó al panteón de la Piedad persiguiendo la sombra de algunos personajes ligados al Segundo Imperio.
Sabía que allí se encontraba la tumba, por ejemplo, de Josefa Peña Azcárate: la famosa Pepita de la Peña: la joven que a los 17 años, y en plena Intervención, contrajo matrimonio con el mariscal de Francia, Aquiles Bazaine —lo que selló trágicamente su destino.
Tras recibir como regalo de bodas el suntuoso palacio del conde de Buenavista (hoy Museo de San Carlos); luego de brillar en la corte y de sustituir, incluso, a la emperatriz Carlota cuando esta se hallaba ausente en los actos oficiales, la “Mariscala” salió de México por la puerta trasera en 1867, cuando Napoleón III abandonó a Maximiliano y decidió el retiro de las tropas francesas.
Regresó completamente sola, al borde de la miseria, 20 años más tarde. Bazaine había caído en desgracia tras la batalla de Mars-la-Tour. Ella intentaba reclamar un pago de cien mil pesos, que Maximiliano ofreció entregarle el día en que devolviera el palacio de Buenavista. Los hombres de don Porfirio rieron a carcajadas.
Aquel presidente murió sin confesarse. El clero se opuso a que fuera inhumado en territorio sagrado, así que la familia mandó hacer una cripta en el panteón de los franceses, en donde la eternidad no se reservaba aún el derecho de admisión.
Cuando Olvera Ayes visitó el panteón, la puerta de la cripta de Pepita estaba abierta. Adentro había montañas de basura, de piedras, de escombros. Había incluso un gato muerto. La lápida del expresidente Gómez Pedraza estaba hecha pedazos en el piso. Olvera Ayes la mandó restaurar: la tuvieron que armar como si fuera un rompecabezas.
Hace unos días caminé con el exdiplomático entre el silencio y las tumbas con muertos de dos siglos. De los Landa y Escandón a María Félix. De Casimiro Castro a Joaquín Clausell. De Jesús F. Contreras a Amalia Hernández. De Manuel Romero Rubio a Andrés Henestrosa. (Supe con horror que de la tumba de Manuel Gutiérrez Nájera solo queda la placa: M. Gutiérrez N.).
Con la venia de la Sociedad Franco Belga Suiza, Olvera busca establecer una sociedad de amigos del Panteón de la Piedad que logre restaurar los monumentos y honrar a las figuras de la historia, como se hace en Père-Lachaise o Montparnasse, en París.
Desde luego, yo me apunto. En tiempos de desprecio a la cultura, ojalá lo hagan muchos más.