Más Información
Jueces y magistrados acusan registros “inflados” en inscripción a elección judicial; exigen transparentar listas de aspirantes
Diputada del PAN plantea reforma para ampliar servicios de atención infantil; va por estrategia enfocada en Primera Infancia
Mauricio Kuri garantiza seguridad tras ataque a bar Los Cantaritos; niega que conflicto de otros estados se traslade a Querétaro
Rubén Rocha admite “encuentros” entre grupos criminales y autoridad en Sinaloa; “ahí va la seguridad en el estado”, dice
Se convirtió en objetivo del gobierno federal el 14 de junio de 2010. Ese día, en un tramo de la carretera Zitácuaro-Toluca, dos camiones le cerraron el paso a un convoy de la Policía Federal (PF). Ocurrió una masacre: 14 agentes fueron abatidos en un instante.
Los federales viajaban aquella tarde en ocho camionetas. Regresaban a la Ciudad de México luego de intervenir en diversos operativos contra la Familia Michoacana. Fueron acribillados a mansalva. Como pudieron, algunos respondieron el fuego. Varios agresores murieron (pero sus cómplices se llevaron los cuerpos). Los agentes emprendieron la retirada.
Dos kilómetros más adelante, los gatilleros de la Familia les dieron alcance. Al parecer, otros cuatro federales cayeron en ese sitio. Hubo un total de 15 agentes heridos.
Ese día, unos desconocidos abandonaron en un hospital cercano a un encapuchado que tenía heridas de bala en el vientre. Murió ahí mismo.
Un año antes, el 12 de julio de 2009, La Familia Michoacana había apilado en La Huacana, a un costado de la Autopista Siglo 21, los cadáveres semidesnudos, y brutalmente torturados, de doce agentes federales que se habían infiltrado en el estado siguiendo el rastro del líder de uno de los líderes de aquel grupo criminal, Servando Gómez, La Tuta.
Los cuerpos de los agentes formaban una pirámide macabra al lado de la cual habían dejado un mensaje: “Los estamos esperando”. En poco más de un año, la Familia le debía a la Policía Federal la muerte de 26 agentes.
Los federales juraron que agarrarían vivo a La Tuta, y que le harían pagar por lo que hizo. A finales de 2014 un mensajero del capo fue detectado. Lo siguieron durante cuatro meses. Condujo a la policía a diez domicilios. El día del cumpleaños de La Tuta se observó que en una de esas casa varias personas “aportaban pasteles y comida”. Esa madrugada, el líder criminal fue detenido. Hace tres días, un juez lo condenó a 55 años de cárcel.
Desde que dio comienzo la investigación, los federales seguían el rastro de uno de los operadores principales de La Tuta: Pablo Magaña Serratos, a quien apodan La Morsa.
La Morsa fue jefe de célula de La Familia. Le reportaba directamente a Servando Gómez. Cuando La Tuta rompió con Nazario Moreno y decidió fundar un nuevo grupo criminal, Los Templarios, La Morsa se convirtió en líder operativo de la nueva organización.
Según los reportes de la Policía Federal, fue él quien dirigió el ataque contra el convoy en la carretera Zitácuaro-Toluca. El escándalo mediático fue de tal dimensión que Magaña Serratos comenzó a moverse “en muy bajo perfil”. Se considera, sin embargo, que fue un personaje clave en la violencia que en esos años cubrió de sangre el estado de Michoacán.
Un informe de la PF señala que Magaña se incorporó a las autodefensas, “a través del doctor Mireles”. Siguió operando para los Templarios y más tarde para el Cártel Jalisco Nueva Generación. Su zona de influencia era Zitácuaro, Apatzingán y Nueva Italia. En algún momento, las autoridades llegaron a ofrecer por él dos recompensas, por un total de cinco millones de pesos.
En 2011 se anunció su detención en una conferencia de prensa, pero resultó una falsa noticia y el hecho fue borrado de la versión estenográfica. El Ejército lo detuvo en 2014, pero la puesta a disposición estuvo plagada de errores, y La Morsa quedó en libertad.
Un mes antes de que La Tuta fuera condenado, el 17 de mayo pasado, volvieron a detenerlo en un operativo de la Policía Federal y la Fiscalía General de Justicia del Estado de México. Había pasado casi una década desde el asesinato y tortura de los federales, y nueve años desde la emboscada sangrienta de Zitácuaro.
Quienes siguen activos en la Policía Federal celebraron su captura como el cierre de un ciclo, un ajuste de cuentas con uno de los capítulos más dolorosos en esa institución cuyo futuro es hoy más incierto que nunca.
“Cuéntelo”, me dicen. “Es el cierre de un ciclo y ocurrió con poco ruido. Con muy poco ruido”.