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El 10 de mayo pasado un juez le dictó sentencia de 60 años por feminicidio agravado al ex policía federal Arturo González Navarro.
Hace poco más de un año, la madrugada del 6 de marzo de 2018, González Navarro tocó el timbre del edificio de la colonia Santa Anita —Avenida Hidalgo 180— en donde vivían su ex pareja, Rebeca “N”, y sus hijos de 16, 12 y tres años.
Llevaba en la mano una hielera. Dentro de la hielera había una botella de tequila y un cuchillo.
La hija mayor de la pareja relató que desde el pasillo del departamento había visto cómo su papá quiso besar a Rebeca “a la fuerza, a lo que mi mamá no accedió”. La adolescente se fue a la cama, pero siguió escuchando lo que sucedía en la sala.
El ex policía le preguntó a Rebeca qué hacía en su trabajo, cuál era el nombre de sus compañeros, y cuál el de su jefe. “A ti eso ya no te importa”, contestó ella.
La adolescente oyó también decir a su madre: “Aléjate de mí, ya no te quiero, déjame hacer mi vida”.
Hacia la una de la madrugada escuchó que su madre le gritaba. Salió de su habitación y la encontró en el suelo, en posición fetal, cubriéndose la cara. La relación que más tarde hizo en la fiscalía es sobrecogedora:
“Mi papá voltea a verme y voltea a ver a mi mamá y le da un disparo en la cabeza en la nuca, atrás de la oreja izquierda, y me voltea nuevamente a ver y regresa la mirada nuevamente hacia mi mamá y le vuele a dar otro disparo en la espalda…”.
Rebeca había denunciado al ex policía dos años antes por violencia física, económica, sexual, acoso y amenazas de muerte. Lo acusó de golpear a sus hijos, y de lastimar incluso a la mascota que tenían entonces. Se abrió una carpeta de investigación que como todas terminó archivada. Solo se prolongó el infierno. Él se le aparecía en diferentes autos, la acosaba con llamadas de celular. Según la periodista Stephanie Palacios, González Navarro asesinó incluso a un compañero de trabajo de ella, porque los encontró comiendo tacos. Después del crimen huyó. El arma que portaba era una que no había regresado a la institución policiaca, y nadie se preocupó por reclamarla.
La noche de la tragedia, los tres hijos de Rebeca salieron del departamento y le pidieron auxilio a una vecina. Cuando la policía llegó, en la sala había una escena dantesca: además de los tiros, González le había dado doce puñaladas a Rebeca. Cuando entraron los agentes él mismo se acuchillaba, con la intención de simular una pelea. El piso del departamento era un río de sangre.
Esa misma noche, González fue enviado al Hospital de Balbuena y los tres hijos a la casa de sus abuelos maternos. Ahí comenzó la segunda parte del drama. Don Carlos, el abuelo, está enfermo de cáncer, padece Parkinson y además acaba de sufrir un infarto. Su esposa, Haydee, realiza trabajos de costura, que suele terminar de madrugada, para sacar adelante los gastos: “Comida, escuela, transporte, ropa, zapatos”.
Cuando los hijos de Rebeca llegaron a su nuevo domicilio, llevaban solo lo puesto. Las autoridades no les permitieron sacar nada del departamento. Al paso del tiempo rescataron su ropa. El inmueble —que está a nombre de ella y de González Navarro— permaneció cerrado, aunque según un familiar de la víctima, “ahora hay gente ocupándolo”.
“El calvario que comenzó hace un año dos meses no nos ha dejado dormir, no nos ha dejado un minuto de doler”, le declaró al programa La Saga, que conduce Adela Micha, la señora Haydee. Señaló don Carlos: “No me pesa mantener a mis hijos, solo que ya soy muy grande, no tengo trabajo y estoy enfermo”.
El ex policía recibió la máxima sentencia. Pero a un año de la tragedia, explica la periodista Palacios, “la familia no ha recibido auxilio de ninguna autoridad y no tiene ya con qué subsistir. Incluso teme perder el único patrimonio de los niños, el departamento que perteneció a los padres”.
Agrega Palacios: “Nadie. Ni la Secretaría del Bienestar, ni la SEP, ni salud federal, ni el gobierno de la ciudad, se asoman a mirar esta tragedia”.
Ojalá esta columna sea una ventana.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com