En mi buzón hallé aquella tarde el correo más generoso que es posible recibir: “Sabiendo lo que aprecias los libros quiero regalarte mi colección de SEPSETENTAS, que consta de 150 ejemplares. Creo que la conoces, y como investigadora estoy segura de que la dejo en buenas manos. Tengo 73 años, jubilada y con problemas de movilidad, por lo que, si los aceptas, te pediría venir a mi casa por los libros o enviar a una gente de tu entera confianza”.
Firmaba la profesora Rosa María Souza.
La Colección SEPSETENTAS. ¡Claro que la recordaba! Durante un tiempo fue posible encontrar aquellos pequeños libros prácticamente en cada casa del entonces Distrito Federal. Llegaban cada lunes a los puestos de periódicos. Su tiraje llegaba a alcanzar los 50 mil ejemplares.
La colección había sido ideada en tiempos de Echeverría por Gonzalo Aguirre Beltrán, María del Carmen Millán y (según Eduardo Mejía) por el escritor Sergio Galindo. En mi librero conservaba algunos ejemplares. Los había obtenido en las librerías de viejo del Centro. Abarcaban materias muy diversas: literatura, historia, antropología, sociología, ciencia política, no sé qué más.
Le respondí a la profesora que era un honor inmerecido. Que si deseaba, podría ayudarla a donarlos, o a venderlos. Contestó que no quería dejarlos “en cualquier mano” y que estaba TOTALMENTE SEGURA (acudió a las mayúsculas) de que debía quedarme con ellos. “Por favor dime cuándo mandarías o vendrías por los libros”, escribió.
No supe qué hacer. Y como ocurre en esos casos, no respondí.
Me volvió a escribir semanas más tarde. Dijo que había conservado celosamente esos libros durante casi 40 años (SEPSETENTAS desapareció en 1976), y que no quería que algún mercader partiera o malbaratara la colección. “¿Podríamos poner fecha y hora para que enviarás por ella?”.
Respondí que ir personalmente era lo menos que podía hacer. Me dio su dirección. Manejé hacia un pequeño edificio ubicado en Coyoacán. Subí dos o tres pisos. Toqué el timbre. La puerta se abrió.
Apareció una mujer bellísima de cabello blanco y ojos grises. Vi que detrás de ella la luz de la tarde entraba por la ventana, llenando de rayos dorados un departamento cargado de cuadros, objetos y libros. Me sentí extrañamente en paz.
La profesora me invitó a tomar asiento. Dijo que era descendiente de los hermanos Mayo. Hablamos de eso durante un rato. Llegamos al fin al asunto de la colección. Relató que había encontrado su vocación –la antropología– en la lectura de SEPSETENTAS. Confesó que solía esperar con ansias que llegaran a los puestos, y que aquellos viejos libros habían llegado a constituir uno de los tesoros mayores de su vida. “Quedarán en buenas manos”, dijo.
No quise preguntar más. Tenía una especie de nudo en la garganta.
La profesora señaló unas cajas de cartón. Dentro de ellas, los libros habían sido acomodados con amor. Qué cosas tan extrañas ocurren algunas veces.
Abrí la tapa de una de las cajas. Lo primero que vi fue el libro de Richard Everett Boyer sobre la gran inundación de 1629. Había también un libro sobre la historia de la navegación en la ciudad de México y otro sobre la historia de la siquiatría en México. Vi libros sobre Juárez y su generación, sobre el arte del México virreinal y sobre los cronistas y los historiadores de la Conquista. Libros sobre Sor Juana y López Velarde. Sobre las viajeras inglesas que atravesaron el país en el siglo XIX.
Nos despedimos. Prometí hacer todo lo posible por darle una segunda vida a esos libros. Luego devoré prácticamente la mayor parte de ellos.
Pasaron los meses. Hubo una cena a la que asistieron José Mariano Leyva, director del Fideicomiso Centro Histórico de la Ciudad de México, e Iván Trejo, editor de Ediciones Atrasalante. Hablamos de que estaban por cumplirse 500 años de la Conquista, el arrasamiento de Tenochtitlan, la fundación de la nueva ciudad de México. Les propuse lanzar una colección que vendiera en los puestos de periódicos –a la manera de SEPTENTAS–, pequeños libros que relataran momentos culminantes en la historia de la ciudad: sus grandes desastres, sus grandes crímenes, sus crónicas de fantasmas. Una colección que incluyera poemas y cuentos, relatos dedicados a la ciudad “sencillamente tibia”.
Compraron la idea. Ignoro cuántos meses de tortura –llamadas, mensajes, correos– transcurrieron desde entonces. Lo cierto es que hoy en la tarde, en el MIDE (Tacuba 17), finalmente será presentada la colección 500 años de la CDMX: un modesto conjunto de libros que recupera testimonios rendidos a lo largo de medio milenio sobre las horas estelares, sobre los días que marcaron para siempre la historia de la “larga y complicada ciudad”.
Quisiera que la maestra Souza encontrara estos libros en un puesto. Sabría que sus viejos volúmenes adquirieron al fin una segunda vida… Un abrazo en donde esté.