En Guanajuato, los asesinatos de mujeres subieron de manera drástica en los municipios por donde atraviesan los ductos de Pemex. En esa zona, dos grupos criminales, el Cártel de Santa Rosa de Lima, CSRL, y el Cártel Jalisco Nueva Generación, CJNG, están enfrascados en una guerra feroz por el control del territorio y la millonaria “ordeña” de hidrocarburos.
Esa guerra se extendió al cuerpo de las mujeres.
En 2017, el cártel que lidera José Antonio Yépez Ortiz, alias El Marro, le declaró la guerra a Nemesio Oseguera, El Mencho, líder del Cártel Jalisco. Ese año, los asesinatos de mujeres sumaron 171.
Doce meses después la cifra ascendió a 326.
De acuerdo con la investigadora María Salguero, creadora del mapa del feminicidio en México, el delirio de sangre del huachicol convirtió Guanajuato, el año pasado, en un cementerio de mujeres.
Comenzaron a aparecer acribilladas, calcinadas, torturadas, atadas con cinta industrial. Las colocaron en posiciones ultrajantes. Las tiraron en caminos de terracería. Les dieron el tiro de gracia. Las asesinaron al lado de sus parejas sentimentales, y también como parte de ejecuciones múltiples que muchas veces acabaron con familias enteras.
La prensa del estado arroja a manos llenas historias de mujeres asesinadas a las orillas de “los veneros de petróleo del diablo”.
Apenas el 31 de diciembre pasado, un comando atacó a una familia, con armas cortas y largas, en la colonia Barlovento de Salamanca. Una menor de nueve años perdió la vida durante el ataque, en el que otra niña, y el padre de ambas quedaron heridos.
En ese mismo barrio habían asesinado diez días antes, en el interior de un domicilio, a tres personas. Una de ellas era la pareja sentimental de una de las víctimas. Según los testigos, los agresores llegaron en camionetas de color oscuro, “sin tablillas de circulación”, ingresaron en el lugar y abrieron fuego sin miramientos.
Una madrugada, en la colonia Nueva Santa Cruz de Celaya, vecinos reportaron detonaciones y personas heridas. La policía encontró dos cuerpos: el de un hombre que conducía una motocicleta negra, y el de la joven que lo acompañaba, de solo 23 años.
Les habían dado 23 tiros de .223 y 7.62: las armas del crimen organizado.
De acuerdo con Salguero, en 2018, 151 mujeres murieron por armas de fuego. 65 fueron asesinadas por sicarios o comandos. 64 perdieron la vida al lado de un hombre cercano a su entorno. 54 murieron en multihomicidios; a 32 les dejaron mensajes escritos; a 18 las torturaron.
15 de ellas aparecieron maniatadas; a 12 las amarraron con cinta industrial; 11 aparecieron encobijadas; 10 fueron encontradas embolsadas; 8 estaban en estado de putrefacción; siete habían sido descuartizadas; a cinco las amordazaron. De 29 no existen datos.
“Cada que los grupos criminales se retan, hacen incursiones, suben videos amenazando a sus enemigos, hay mujeres que mueren”, explica Salguero.
De acuerdo con la investigadora, “una forma de hacer daño al enemigo es asesinando también a sus mujeres”. La ONU ha identificado un patrón en escenarios de conflicto armado: el aumento exponencial en la violencia las termina arrasando.
Según el Protocolo latinoamericano de muertes violentas de mujeres por razones de género, en las zonas de conflicto la mujer se vuelve recompensa, arma de guerra, una forma de poseer al contrario. Esa forma de posesión se caracteriza por una gran violencia para causar la muerte, por la exposición del cuerpo en lugares públicos, y con mensajes explícitos; por la presencia de manipulaciones denigrantes y humillantes; por mutilaciones; por la posición del cadáver en actitudes vejatorias; por la existencia de violencia sexual.
Como en los ductos de Pemex y las mujeres asesinadas.
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