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En el mes de abril pasado se registraron en Quintana Roo 11 ejecuciones en menos de 24 horas. Todas las muertes sucedieron en el municipio de Benito Juárez. Los cadáveres aparecieron encintados de la cara, amarrados de los pies, acribillados en vías públicas, tirados en baldíos.
Cinco personas fueron víctimas de una múltiple ejecución en el fraccionamiento Villas del Caribe, en la Región 520. Vecinos avisaron a las autoridades sobre una balacera en esa dirección: la policía solo halló cuerpos tendidos en el interior de un domicilio.
En agosto, en el lapso de una hora, fueron halladas ocho personas que habían sido ejecutadas. A tres las hallaron a bordo de un taxi. A algunas otras las encontraron en bolsas, descuartizadas o desmembradas. Otras más quedaron en las calles, acribilladas y con tiro de gracia.
Desde julio todas las alertas se habían activado en Cancún: 300 ejecutados en siete meses. Una cifra nunca vista. 2008 ya era el año más violento para ese destino turístico.
Quintana Roo estaba entonces entre los cinco estados en los que más habían crecido las ejecuciones. Rivalizaba con Coahuila, Nayarit, Guanajuato y Michoacán. Estaba arriba ya de estados históricamente violentos como Veracruz, Tamaulipas, Chihuahua y Guerrero.
La ola de violencia había crecido 109% con relación a 2017.
En septiembre la cifra de ejecutados había llegado a 451 en Cancún. En Playa del Carmen el número iba en 58, en Puerto Morelos en 29, en Tulum en 24 y en Chetumal en 10. Los números, escalofriantes, arrojaban un total de más de 600 ejecuciones en el estado.
A comienzos de 2018 los medios quintanarroenses comentaban azorados la escalada de violencia que había dejado 326 ejecuciones en el estado durante 2017. Nadie imaginaba lo que estaba por ocurrir.
Quintana Roo se hallaba, según las autoridades, a merced de una guerra entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel de Sinaloa. A la cabeza del segundo figuró una ex policía judicial federal que pudo formar en el estado su propia mafia local: Leticia Rodríguez Lara, conocida como Doña Lety.
En colaboración con un ex agente ministerial, apodado El Tijeras, Doña Lety estableció una extensa red corrupción que le ayudó a debilitar a los grupos criminales que dominaban la región —Los Zetas y el Cártel del Golfo— y le permitió apoderarse de la zona hotelera de Cancún.
La red de Rodríguez Lara, conocida también como La 40, incluía funcionarios de alto nivel del gobierno del priista Roberto Borge, así como a policías de los tres órdenes de gobierno.
La 40 había colocado vendedores suyos en toda la Riviera Maya, una zona en la que, según algunas estimaciones, más del 60% del turismo adulto suele adquirir alguna droga en antros y bares. Era responsable también, según el gobierno federal, del trasiego de drogas hacia otros puntos del norte del país.
La detuvieron en julio de 2017. Su captura provocó un recrudecimiento de la violencia. El Cártel Jalisco Nueva Generación intentó aprovechar el descabezamiento de su organización, para buscar el control de las actividades ilícitas en el estado. La presencia de este grupo ha sido detectada en Benito Juárez, pero también en Bacalar, Cozumel, Isla Mujeres, Solidaridad y Tulum.
De acuerdo con autoridades locales, Doña Lety mantiene, sin embargo, el control de su grupo criminal, y lo sigue manejando desde la cárcel. Por eso explican, el mayor problema tanto de Cancún como de Quintana Roo sigue siendo la violencia en las calles: la extorsión, el secuestro, el narcomenudeo.
“Estamos a un paso de volvernos otro Acapulco”, me escribe un lector.
Parece estar en lo cierto. En agosto de 2018 se registró en Cancún una ejecución cada once horas. La cifra de ese mes superó a la de todas las ejecuciones ocurridas en 2016.
Sumergidos en el clima feroz de polarización que la consulta sobre el futuro del NAIM avivó, olvidamos que en el país se sigue matando, que Cancún corre el riesgo de convertirse en otro Acapulco, y que decenas de regiones de México se encuentran en la misma situación.
A diferencia del lío alrededor del aeropuerto, esto no se resolverá con demagogia. La bomba está ahí, esperando.