El domingo pasado, durante una persecución por calles de Iztapalapa, el policía segundo José Armando Herredías Chávez abrió fuego contra un asaltante que acababa de dispararle en dos ocasiones.

La bala pegó en el pecho del sospechoso. Cuando este tocó el suelo ya estaba muerto.

Herredías hacía la persecución a pie. Su compañero de patrulla intentaba dar la vuelta a la manzana para cerrarle el paso de frente al asaltante. De modo que en ese instante el policía segundo se encontró solo.

La gente que estaba en la calle comenzó a insultarlo. A grabarlo con teléfonos celulares. “¡Tú lo mataste!”, le gritaban. “¡Ese oficial lo mató!”.

Herredías se vio rodeado por más de 30 personas que vociferaban, iracundas. Una de ellas intentó arrancarle la placa. Los habitantes de la Unidad Habitacional Los Ángeles salieron a mirar. “¡Este le disparó al muchacho!”, gritó alguien.

Herredías llegó a la Secretaría de Seguridad Pública capitalina hace cinco años. Acababa de terminar la prepa. Hoy tiene 24 y una niña de tres años. Su sueldo mensual es de 8 mil pesos.

Todas las mañanas, al ponerse el uniforme, entiende que coloca su vida en situación de riesgo. Con esa certeza se despide de su familia.

Luego se sumerge en una ciudad que diariamente pone a disposición del Ministerio Público a cerca de 200 detenidos. Rateros, asaltantes, vendedores de droga, borrachos que riñen o escandalizan.

Se sumerge también en una ciudad que fundamentalmente desprecia a sus policías y —muchas veces con razón, hay que decirlo— los agrede y los insulta.

“Nos arrebatan a los detenidos de las manos, todo el día nos están mentando la madre”, dice el policía segundo.

En la corporación existe la noción de que los aciertos nadie los celebra, mientras que los errores se pagan caro.

Aquel domingo le tocó a Herredías dar persecución a los tripulantes de un Camaro negro que, después de llenar el tanque, se habían ido sin pagar de una gasolinera. Les tocó a él y a su pareja cerrarles el paso en Eje 5 y Rojo Gómez. Resultó que los tripulantes iban completamente ebrios: “Cosas del domingo”.

A las cinco de la tarde, al circular por Periférico a la altura de la colonia Los Ángeles, Herredías vio que una persona bajaba de un microbús de la ruta 14 y corría por la lateral, en sentido contrario al de la circulación de los autos. Detrás del sujeto bajaron gritando varios pasajeros.

Cuando el sospechoso vio que venía una patrulla de frente, cuenta el policía segundo, volvió sobre sus pasos y se metió en la calle Salsifí. Los que habían bajado de la unidad le gritaron a Herredías que acababan de asaltarlos.

“Inicié la persecución pie tierra”, recuerda el agente.

Mientras corría, Herredías observó al asaltante. Pantalón de mezclilla, camisa gris, suéter verde. Una de esas bolsas conocidas como “mariconeras” cruzada en el pecho.

La calle estaba llena de gente. Para abrirse paso, el asaltante disparó dos veces. De repente, se tropezó.

“Al levantarse —relata Herredías—, dio media vuelta y me apuntó. Vi que llevaba en la mano un arma con cachas de madera. Me disparó dos veces”. Fue entonces cuando el agente desenfundó la suya y lo mató.

En segundos había en la calle una pequeña muchedumbre que acosaba al agente. También en segundos, sin embargo, llegaron algunos de los pasajeros de la unidad asaltada. Uno de ellos dijo: “Qué bueno que se muera, pinche rata”. Al mismo tiempo, arribó el compañero del agente. Esto fue lo que lo salvó de una agresión, una golpiza. Tal vez un linchamiento.

Le pregunto por qué razón, a pesar de ganar tan poco, de recibir el odio, el desprecio de la gente, se decidió a correr tras el asaltante (quien tenía cuatro ingresos en el reclusorio por robo calificado, y una subametralladora calibre .22 en las manos).

—¿Qué fue lo que lo motivó?

Herredías me responde:

—Imagínese usted. Si eso hacemos cuando nos tratan mal, qué no haríamos los policías si los ciudadanos nos trataran bien.

El agente será ascendido hoy a policía primero. El aumento en su salario, por cierto, será de 500 pesos.

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