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“Cada 16 de septiembre deja amargos recuerdos a los residentes españoles en México. Hay dos cosas que siempre tiene que hacer el pueblo mexicano: bañarse el día de San Juan y gritar injurias contra España el 16 de septiembre”, se leía en el periódico El Correo Español un día de 1893.
Cada que el país celebraba el Grito de Dolores, la hispanofobia arreciaba. En la Ciudad de México, las víctimas favoritas eran los tenderos, los panaderos, los cantineros. Sus negocios eran apedreados; ellos, perseguidos y golpeados.
El Diario del Hogar justificaba aquellos ataques: indicaba que habían pasado 80 años desde la Independencia, pero que “tendrían que pasar 80 siglos para que el pueblo mexicana olvidara” asesinatos, “miserias y vergüenzas”.
Los huesos de Hernán Cortés llevaban entonces 80 años perdidos. Nadie sabía dónde se encontraban. Lucas Alamán los había escondido en 1823 en el templo del Hospital de Jesús, para evitar que una turba que acababa de vitorear la llegada a la ciudad de los huesos de Hidalgo y Morelos, los desenterrara y llevara a patadas por la calle.
En 1824 se expulsó del país a todo español que ocupara un cargo público. Pocos años más tarde se decretaron leyes de expulsión que provocaron la salida de México, y en algunos casos la pérdida de sus bienes, de más de siete mil personas. La expedición que Isidro Barradas llevó a cabo en 1829, y pretendió restaurar el reinado de Fernando VII, volvió a azuzar los odios.
El primer intento por cicatrizar la herida antigua sobre la que México se fundó, ocurrió en 1836 con la firma del Tratado Definitivo de Paz y Amistad, conocido como el Tratado Santa María-Calatrava. Este documento estipulaba “el olvido total del pasado” y “una amnistía general y completa para todos los mexicanos y españoles”.
El primer embajador enviado por España llegó al país poco después (venía acompañado, por cierto, de su esposa, la extraordinaria Marquesa Calderón de la Barca, a quien se debe el libro “La vida en México”, un clásico del siglo XIX). A pesar de todo, el 16 de septiembre siguió siendo un día para “coger gachupines”.
Entre 1840 y 1860 se registraron varias matanzas de españoles en haciendas azucareras de la Tierra Caliente. Y las cosas volvían a tensarse cada año.
Casi 80 años después de la firma del Tratado Santa María-Calatrava, los gobiernos de España y México tuvieron un nuevo gesto de reconciliación. Durante las fiestas del Centenario, celebradas en septiembre de 1910, el marqués de Polavieja, delegado especial de España, trajo de regreso a México el uniforme de Morelos, que el realista José María Calleja había enviado a la península.
Aquel día Porfirio Díaz dio un discurso que la prensa describió como “emocionante”: “Yo no pensé que mi buena fortuna me reservara este día memorable en que mis manos de viejo soldado son ungidas por el contacto del uniforme que cubrió el pecho de un valiente”.
Aquellas palabras fueron recogidas por una delirante ovación. Según la crónica oficial del Centenario, miles de personas ovacionaron en las calles a la comitiva que escoltaba el uniforme de Morelos. El gobierno español entregó también a Porfirio Díaz el Collar de la Orden de Carlos III, que solo había sido entregado a tres personas en el mundo.
Desde luego que se siguieron dando casos de hispanofobia. Pero años más tarde, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas —y por inspiración de Daniel Cosío Villegas—, México le dio una lección al mundo. Abrió sus puertas a científicos, académicos, artistas, intelectuales españoles que luchaban contra el fascismo. En solo tres años llegaron al país 25 mil refugiados.
Si, como ha dicho Héctor Aguilar Camín, la población que propiamente llamamos mexicana es fruto de una mezcla racial y cultural que nos empeñamos en negar —los 300 años de historia novohispana—, un nuevo México, más rico, más profundo, más variado, se gestó con la inolvidable llegada de los refugiados.
No sé si terminó al fin la hispanofobia, si México sigue odiando a los españoles. Sé que el odio sirve —y ha servido— como arma política en una nación que es muchas veces de desmemoriados.