Don Porfirio abrió al público el Bosque de Chapultepec, tal y como hoy lo conocemos, en 1907. Una junta de mejoramiento, a cuyo frente estuvieron Miguel Ángel de Quevedo y el ministro Limantour, había diseñado las callecillas, los lagos, las glorietas, los quioscos.
Desde 1879, la sociedad capitalina paseaba ritualmente por el bosque. Los novios grababan en los árboles “el nombre de su adorada”; entre “el perfume de las hojas y el suspiro de las brisas”, se revelaban “mil secretos” y se forjaban, según un artículo de La Patria, “deliciosos ensueños”.
La élite porfiriana, lo muestran las fotos del archivo Casasola, fue el primer grupo social que se adueñó de Chapultepec. La primera dama, Carmen Romero Rubio, solía organizar ahí rumbosos festejos. Los miembros del Club Hípico llevaban a cabo la “caza de la zorra”.
Desde los últimos años del siglo XIX funcionaba a las orillas del lago el célebre Café Restaurante de Chapultepec, favorito de la clase política y la juventud dorada.
Cuando las remodelaciones del bosque quedaron terminadas, la clase media y los sectores populares comenzaron a pasar sus fines de semana en ese sitio. En su Biografía de un bosque, Hermilo de la Cueva dejó una instantánea colorida de aquellos días.
A lo largo del siglo XX, cronistas como Salvador Novo y José Joaquín Blanco legaron crónicas que registraban la manera en que los defeños de entonces “estábamos” en Chapultepec. Por la niñez de “todo México” pasaron las lanchas de remos, los algodones de azúcar, los globos de colores. El inevitable y aburrido paseo en pony, el abordaje del trenecito de Chapultepec, el vértigo de los juegos mecánicos, y el rugido de los leones del zoológico.
Pocos sospechamos que al subir el viejo cerro caminábamos en realidad sobre un volcán extinto. Nadie nos dijo que al salir de la estación del Metro profanábamos tumbas de un antiguo cementerio (el de San Miguel Chapultepec). Ignorábamos que al atravesar los desniveles del Circuito, pisábamos la orilla de los lagos muertos: avanzábamos sobre restos de mamuts, felinos y ciervos milenarios.
Como El Cerro de la Estrella o el Peñón de los Baños, el cerro de Chapultepec es, en efecto, un volcán que se apagó hace miles de años. Desde su cumbre era posible contemplar todo cuanto sucedía en lo que alguna vez llamamos, antes de que nos revelaran que se trataba en realidad de una cuenca, el Valle de México.
Desde hace más de tres mil años, grupos humanos se asentaron en las laderas del cerro, y dejaron restos de habitaciones, de pisos, de cerámica, de entierros, de utensilios y de armas.
Atraído por la noticia de que en sus alrededores se han hallado más de cuatro mil vestigios prehispánicos, subí, hace unos días, por la fatigosa cuesta que conduce al Castillo. La arqueóloga del bosque, María de Lourdes López Camacho, me reveló otra cosa que ignoraba: que en donde está en Alcázar hubo un templo prehispánico que los españoles derruyeron para levantar en su lugar una ermita dedicada a San Miguel Arcángel —por eso la colonia que circunda el cerro lleva el nombre de San Miguel Chapultepec.
El INAH lleva medio siglo excavando el bosque. Desde hace una década, López Camacho desenterró un caserío de más de mil 500 años, de estilo teotihuacano. Ha hallado puntas de obsidiana, cuentas de jade, hachas, ollas, raspadores, acomodamientos de piedra que alguna vez fueron templos.
Los restos de un hombre con deformación craneal aparecieron en los cimientos de uno de los juegos mecánicos; el entierro de un niño milenario, en la segunda sección de Chapultepec.
En una caja que parece arrancada de Las Mil y Una Noches están las balas y los cartuchos de la invasión estadounidense de 1847. En otra, vasijas intactas y llenas de grecas, que alguien moldeó hace más de mil quinientos años.
Los habitantes del bosque enterraban a sus muertos, en cuclillas o en posición fetal, bajo el suelo de sus casas: pasaban el resto de la vida con sus muertos.
Tres mil años después, sin siquiera imaginarlo, hacemos lo mismo. Los domingos que pasamos en el bosque, hacemos lo mismo.
@hdemauleon
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