Entre mayo y julio de 2017, 18 personas fueron asesinadas del mismo modo en Colima. Sus cuerpos aparecieron desmembrados, en bolsas de plástico negro. A todas las habían decapitado. Sus verdugos les arrancaron la piel de la cara.
Era la firma de César Rafael Vázquez Pérez, El Comandante Fierro.
Desde la caída de su jefe inmediato, El R-18 (detenido en agosto de 2016), Vázquez Pérez tenía la encomienda de asegurar las operaciones del Cártel del Pacífico en Colima y abrir una ruta que permitiera a Ismael El Mayo Zambada apoderarse de las tierras tapatías controladas por el Cártel Jalisco Nueva Generación, CJNG.
El Comandante Fierro sumergió a Colima en un carnaval siniestro de cabezas cortadas y rostros desollados: la prensa reportó estos hallazgos prácticamente cada semana. Al cierre de 2016, la capital del estado se había convertido en una de las zonas más violentas del continente, con una tasa de homicidios de 81.55 por cada 100 mil habitantes (Venezuela, 91.88 por cada 100 mil; Honduras, 59).
El pasado junio ocurrieron 100 asesinatos. Era el mes más violento registrado nunca. El gobernador priísta se lavó las manos: “La fuente primigenia del conflicto no está con Colima”, dijo. El estado registraba “un problema de envergadura nacional”.
La Agencia de Investigación Criminal no encontró indicio alguno del Comandante Fierro. Los investigadores llegaron a la conclusión de que el operador de El Mayo Zambada no vivía en el estado. Localizaron una huella suya en donde nadie lo imaginaba: el estado de Jalisco, la tierra de sus enemigos del CJNG.
En Guadalajara, la PGR detectó nueve domicilios relacionados con la familia Vázquez Pérez. Montaron vigilancia encubierta las 24 horas. Una tarde, la esposa del Comandante Fierro salió en una camioneta y se dirigió a una marisquería. El domicilio que la mujer había abandonado fue cateado. No encontraron el objetivo de la AIC, pero agentes obtuvieron información que les permitió generar un posible cerco.
Finalmente, la esposa condujo a la PGR a un domicilio que hasta entonces no había sido detectado. Una casa de muros altos en una colonia elegante de Zapopan. El parte informativo de los agentes indica que la casa era custodiada por cuatro personas que invariablemente se retiraban antes de las siete de la mañana, hora en que comenzaba la vida activa del barrio.
El inmueble fue observado 15 días. Llegaban coches, salían coches. Los guardias se movían al amanecer: se esforzaban en no llamar la atención del vecindario. En todos esos días, sin embargo, El Comandante Fierro no se dejó ver.
Cuando decidieron entrar, los agentes no sabían cuántas personas iban a encontrar. Cerraron la entrada y la salida de la calle. Pusieron retenes en los alrededores. Golpearon con un ariete la puerta reforzada. César Rafael Vázquez Pérez estaba semidesnudo, con una pistola en la mano. Titubeó. No se atrevió a emplearla. En la casa sólo estaban su mujer y sus hijos. No había escoltas. Nada. “Ni siquiera un chofer”.
El inmueble estaba lleno de armas chapeadas en oro y plata. Había un chaleco táctico con la leyenda Comandante Fierro. Había decenas de cuchillos de todas formas y tamaños.
De los 18 a los 22 años, Vázquez Pérez había trabajado en el área de refrigeradores de un Walmart. Ganaba 1,200 pesos al mes. Lo invitaron a enrolarse como vendedor de cocaína. Aceptó. Se metió a vender a una colonia y lo descubrieron los sicarios del CJNG.
A su hermano lo mataron brutalmente. A él, lo hirieron con una .45 que casi le voló el brazo. Tuvieron que injertarle un trozo de metal en el hueso. De ahí El Comandante Fierro.
Según él, su odio al Cártel Jalisco le venía de aquella noche. Les dijo a los agentes que ignoraba cuántos hombres había matado; de lo que estaba seguro era de que a los asesinos de su hermano no los había logrado encontrar.
Solo en 2016 Colima registró 600 homicidios. Vázquez Pérez decretaba los suyos sin salir de casa, en mensajes de texto o bien por correo electrónico. “Todo lo hacía desde mi oficina. Todo me lo acercaban para no llamar la atención de ‘la contra’”, dijo a los investigadores.
Han pasado once años desde el inicio de la llamada “guerra contra las drogas”. El caso del Comandante Fierro demuestra que el desfile de horrores no termina. Por el contrario: siempre habrá algo peor.
@hdemauleon
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