Hace unos semanas, policías del Área Metropolitana de Monterrey, AMM, lograron aprehender a un sujeto apodado El Negro Cadereyta. Se trataba de un enviado del Cártel del Noreste cuya misión era atacar bases policiales y asesinar agentes, tanto municipales como ministeriales, a fin de ablandar a las corporaciones y sembrar miedo entre sus integrantes.
Como en los años en que los Zetas y el Cártel del Golfo entraron en guerra por el control del narcomenudeo, el secuestro, la extorsión y el tráfico de drogas (un periodo que alcanzó su pico entre 2009 y 2011), a los municipios conurbados de Monterrey ha vuelto a azotarlos con fuerza pavorosa la violencia.
Todo estalló desde el último tercio del año pasado cuando el Cártel del Noreste y los Zetas Vieja Escuela exigieron a sus células tomar el control de los narcodistribuidores y de las corporaciones policiacas. Volvieron los “levantones”, las ejecuciones, los descuartizamientos y los automóviles incendiados.
Visito algunos de los municipios conurbados. En mayor o menor medida, todos padecen la misma enfermedad: el abandono sistemático de sus policías. La mayor parte de las bases policiacas son verdaderas zonas de desastre. En casi todas, una buena parte de los elementos carecen de armas cortas y largas. La mitad de las patrullas están en reparación. En los municipios más poblados, si bien les va, les toca a los ciudadanos el privilegio de tener una patrulla por cada colonia.
Los policías patrullan sin radio, porque no alcanza para darles uno a cada uno, además de que la Ley de Seguridad les prohíbe usar teléfonos celulares (esto se hizo para detener el “halconeo” y la filtración de imágenes a redes y medios): en momentos de emergencia, en verdaderos momentos críticos, una parte de los agentes están impedidos para solicitar refuerzos.
En todas las bases hay menos cascos y chalecos balísticos que agentes. Ambos, indispensables instrumentos de trabajo, pasan de pecho en pecho y de cabeza en cabeza en tres turnos de ocho horas: los agentes los reciben cada vez más sudados y desgastados.
Las balas y los cargadores, por lo demás, deben ser comprados por los elementos de su propio bolsillo.
En las bases existen zonas que no tienen luz eléctrica, aunque sí graves filtraciones de agua. La precariedad de las instalaciones escandaliza. Mientras tanto, los teléfonos no paran de sonar. Cada municipio recibe cientos de miles de llamadas cada año, para denunciar, sobre todo, casos de violencia familiar y denuncias de personas que se embriagan, se drogan y escandalizan en la vía pública.
Diariamente llega un alto volumen de llamadas que denuncian robo a negocio, robo a casa habitación y robo a peatón. En los municipios conurbados se registran, prácticamente a diario, asaltos a los Oxxos, a las Farmacias Guadalajara y a los Seven Eleven. Las calles son zonas de riesgo para los peatones, a quienes despojan de carteras, bolsas, teléfonos celulares.
El crimen común parece descansar los fines de semana porque los lunes son los peores días para los municipales. “Los malosos se gastan todo el fin de semana y los lunes regresan a trabajar”, relata un policía segundo. “Todo recae en la municipal y no tenemos dinero ni para los uniformes”, dice el encargado de una base. A todo esto se suman las amenazas del crimen organizado.
En todas partes, uno puede escuchar pequeñas historias de entrega, compromiso y heroísmo: he oído el caso de un agente que de camino a su casa, a la medianoche, escuchó gritos de dolor y auxilio y le avisó a su comandante. Éste ya había entregado su patrulla, así que fue al sitio indicado en su propio auto (y con sus propias balas). Vio a dos jóvenes cerca de un río y supo que estaban “halconeando”. Amparado en las sombras, oyó los gritos, pidió refuerzos, llamó al fiscal: entró en una bodega oscura con un chaleco desgastado y su arma de cargo. Ahí, el Cártel del Noreste tenía secuestrado a un hombre que gracias a eso hoy se encuentra con vida. “Desde la banqueta, las cosas se ven distintas”, me explica un comandante.
Pero esto no lo acabamos de entender. Aunque todo nos llama a volver la vista a la banqueta, no lo acabamos de entender.