Hace mil años, en un tiempo en el que una pronunciada sequía hizo que en los cenotes de Yucatán el nivel de las aguas descendiera hasta diez metros, un grupo de mayas decidió bajar al inframundo y entregar a sus divinidades una ofrenda maravillosa: incensarios, molcajetes, vasijas, objetos de jade, semillas y huesos.
Alumbrados con antorchas, reptaron por los agujeros inverosímiles de la cueva de Balamkú (el dios jaguar), a tres kilómetros de Chichén Itzá. Las cuevas, como los cenotes, conducían para ellos al corazón de la tierra, el sitio de donde venía la vida.
Aquellos mayas se fueron. Su rastro se perdió. La cueva permaneció sellada, con sus tesoros intactos. En 2016, el arqueólogo Guillermo de Anda, titular del proyecto Gran Acuífero Maya, intentó hallar una conexión subterránea que le permitiera llegar al mítico cenote sobre el que se construyó el templo de Kukulkán.
Un ejidatario del pueblo de San Felipe el Nuevo, llamado Luis Un, condujo a De Anda hasta una zona de la selva, a tres kilómetros de Chichén Itzá. Un le mostró un amontonadero de piedras que se hallaba sobre el suelo. “Aquí está la cueva de Balamkú —le dijo—. Puede que una de sus galerías desemboque en el cenote que buscan”.
Segovia retiró las piedras de la entrada, halló los restos de una escalinata y se arrastró por un túnel estrecho. Adelante halló incensarios extraños. ¡Poseían la figura, no del dios Chac, sino de Tláloc, el dios de la lluvia en Tula y Teotihuacán!
Son las 14:30. Camino con el arqueólogo bajo el sol extenuante. No hay viento. En la selva no se oye un solo ruido. Pienso que pudo ser así el mundo de los mayas.
Junto a un conjunto de adoratorios en ruinas, Luis Un retira la lona de plástico que cubre la entrada al inframundo, y luego nos acerca una escalera. Bajamos por ella. Nos arrastramos por una pendiente complicada que lleva a la entrada del primer túnel. Hay restos de cerámica y varios trozos de madera. Me emociona pensar en la edad de estos objetos. En el año 1000 aún no existía México-Tenochtitlán.
De Anda sonríe: “Los mayas dicen que en todas las cuevas hay animales que las custodian”. Después, relata: “Aquel día me arrastré por este túnel, el túnel de la claustrofobia, hasta una galería que se halla a 15 metros de distancia. Ahí encontré cinco túneles que no van a ningún lado, hasta que vi una grieta casi invisible que daba la vuelta hacia un pasillo. Cuando me metí, me encontré de frente con una coralillo, la serpiente más venenosa de la tierra. Nos íbamos, volvíamos, y la coralillo seguía ahí. Así durante cuatro días. El dueño del lugar nos dijo: ‘No los están dejando pasar. El custodio de la cueva no quiere que entren’… La serpiente estuvo ahí cuatro días, hasta que un chamán vino a rezar. Entonces entré. ¿Y sabes qué pasó? Me tardé cuatro horas abajo y cuando salí me puse a llorar. Me puse a llorar por lo que había visto y por lo que había encontrado”.
(Mañana, el resto de la historia).
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El goteo constante durante cientos de años ha permitido la concreción de algunos elementos como este incensario Tlaloc que parece estar resguardando el paso de esta travesía hacia el corazón de la Tierra.