Recuerdo que en 2006 hice para EL UNIVERSAL una crónica del plantón de Reforma. Entre las carpas que corrían hacia el Zócalo hallé listas de periodistas “traidores” colgadas en las esquinas. Ahí estaban las fotos y los nombres de colegas que debían ser despreciados por no apoyar al movimiento.
AMLO había llamado a los medios “alcahuetes de la derecha”, “jilgueros del poder”, las cosas que le hemos oído decir durante unos 15 años.
La tensión entre López Obrador y los medios había llegado a un punto de quiebre. Durante uno de los mítines que ocurrieron en esos días, a un compañero de Excélsior y a mí nos arrebataron las libretas, nos acorralaron y nos escupieron al identificarnos como miembros de la prensa vendida (paradójicamente, los dos habíamos votado por López Obrador para la jefatura de gobierno de la ciudad).
Años más tarde supe que al brillante reportero Víctor Hugo Michel le ocurrió exactamente lo mismo. Lo acorralaron, lo agredieron, le escupieron por no formar parte de la prensa que AMLO consideraba –y creo que sigue considerando– una “honrosa excepción”.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo será la relación de López Obrador/Presidente con los medios. Salvo el apunte de que el gasto en publicidad oficial será recortado 50% –cosa que nadie podría criticar pues ha establecido de manera histórica una relación perversa entre la prensa y el Estado–, no hay manera de saber si desaparecerá el AMLO de los últimos 20 años y nacerá un AMLO que a la fecha nadie conoce.
Sus voceros dicen que sí. Que el furioso linchador de las tres últimas campañas dará paso a un estadista que comprende que sin libertad de expresión sencillamente no puede haber democracia.
Yo digo que adivinar el futuro es una actividad muy ardua, que a veces es mucho más fácil hallar la verdad en el pasado.
Y en el pasado sí podemos saber lo que AMLO es, lo que piensa de la prensa que lo crítica.
A fines de 2014 llamó “hampa del periodismo” a quienes dieron a conocer que él mismo había palomeado a José Luis Abarca (a quien se achaca la orden de atacar a los normalistas de Ayotzinapa) como candidato a la alcaldía de Iguala. En 2015 dijo que salvo Carmen Aristegui, Jacobo Zabludovsky, Proceso y La Jornada, toda la prensa en su conjunto formaba parte de “la mafia del poder” (y aún así criticó que no se le diera espacio suficiente en esos medios, “porque no quieren que parezca que están vinculados con nosotros”).
Busco una fecha al azar. 2017: cuando aparecieron los videos de la diputada de Veracruz Eva Cadena, acusó a los medios que difundieron la información de “servilismo” (obviamente, la grabación de una legisladora recibiendo sobres de dinero no era para él una noticia). Por ese mismo motivo llamó a EL UNIVERSAL “pasquín del régimen”.
Cuando meses más tarde El Financiero publicó una encuesta que no le favorecía, lo acusó de haberse quitado al fin la máscara y mostrarse “como es realmente: un instrumento de Salinas y Calderón”.
Más adelante puso un tuit dedicado a la “prensa inmunda”. Para agosto de ese año “los del Reforma” ya eran “alumnos de Goebbels” porque habían criticado la opacidad del proceso con que se iba a elegir al candidato de Morena para el gobierno de la ciudad. El mismo mes volvió a acusar a ese diario de ser “prensa fifí, alquilada y deshonesta”.
Más adelante se lanzó contra Jesús Silva Herzog, una de las mentes más lúcidas de México, pero no para refutar sus argumentos: simplemente para descalificarlo, acusarlo de “secuaz” de “la mafia del poder” y colocarlo entre los “articulistas conservadores con apariencia de liberales”.
A fines de diciembre de 2017 prometió que bajo su gobierno habría libertad de prensa. Pero quince días más tarde acusó a los medios de criticar su plan “para que haya paz”, y “cuidar” en cambio a sus enemigos políticos.
Ya como ganador, advirtió a los medios: “Yo no odio, pero no olvido. Perdono, pero no olvido”.
Habrá quien no quiera ver. Pero aquí hay un retrato bastante claro: AMLO y la prensa inmunda.