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La semana pasada escribí sobre la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas (CONFRATERNICE) cuyo líder, el pastor Arturo Farela —quien se ostenta como el consejero espiritual del presidente López Obrador, uno de los 35 millones de fieles que presume conducir—, peroró en Tijuana un sonoro sermón ante la atónita república.
La religión del Presidente es un asunto privado, desde luego, pero no cuando trasciende la sagacidad política que sólo recomienda “hincarse donde se hinca el pueblo”, como recomendaba Ignacio Ramírez.
No es poca cosa, por ejemplo, que en su estrategia (es un decir) hacia los Estados Unidos, AMLO reitere su convicción de que el pueblo estadounidense, por ser “cristiano y humanista” y practicar “el amor al prójimo”, sea una de las razones que lo llevaron a elegir una actitud fraternal y amorosa.
Su cada día más obvio afán por mermar la investigación científica y social, una prolongación de su desdén a los “intermediarios” políticos, administrativos, técnicos, algo parece tener del orgullo que presume por tratar con Jesucristo “sin abogados, directamente”. ¿Será eco de un evangelicalismo para el que la iluminación, por ser revelada, debe prescindir de los fariseos, es decir, de los expertos y especialistas?
Un ejemplo de esta fe la aporta el pastor Farela en su Facebook: narra que lo invitaron a la Escuela Nacional de Antropología e Historia, como objeto de estudio. Estaba “el auditorio lleno de ateos y antropólogos, aún con doctorado, una escuela superior que considero la cuna del ateismo en México”, y acabó predicándoles cuatro horas, “¡Toda la gloria a Dios por sus bondades!” El gozo superior de callarle la boca a los leones, como el profeta Daniel, tan transformativo.
No es buen augurio para México que el evangelicalismo sea una religión tan renuente a las complejidades de la inteligencia como favorable a la simpleza del voluntarismo fideísta. El estudioso Mark. A. Noll inicia su libro The Scandal of the Evangelical Mind (1994, en línea) con una sentencia tajante: “El problema de la mente evangelical es que no tiene mente”. Sí, es una iglesia “generosa con los necesitados” y que apoya a las comunidades, pero carece de “vida intelectual”. Sí, educan a millones en el amor a la Biblia, “pero han abandonado las universidades, las artes y la vida de la cultura”. Tienen miles de estaciones de radio y programas de TV, pero no tienen una sola universidad en la que se practique la investigación.
Según Noll, esto obedece a que les basta y sobra con la Biblia (que es “la palabra de Dios”) para “entender” a la ciencia, a las instituciones sociales —de la familia a la institución gubernamental— y a las artes. Si en sus orígenes el protestantismo asumió la responsabilidad de activar la inteligencia científica y humanista (Lutero, Calvino), en tanto que entendían que también conducían hacia Dios, ahora se ha degradado a un “antiintelectualismo populista, pragmático y utilitarista”.
¿Y por qué habría que prestar atención al pensamiento moderno que crearon pensadores no cristianos (Marx, Weber, Durkheim, Freud, Saussure)? No, pues no se trata de “investigar” sino de formar una grey al servicio de la comunidad inmediata. Importa el predicador, no el teólogo ni el filósofo. Los intelectuales razonan fuera de la Biblia, que es “infalible” (de ahí los creacionistas para quienes es dogma que el mundo comenzó hace 10 mil años). El cerebro, en suma, es irrelevante: lo que importan son el alma y su expresión cívica: el amor social.
¿En qué medida interviene la religión de AMLO en sus cálculos políticos? Ya se lo preguntó Enrique Krauze en 2006, en su ensayo “El mesías tropical” (en línea). Me parece que la medida aumentó desde entonces y que su llegada a la Presidencia la acerca a una apoteosis. A seis meses de su ascensión (lato sensu) abundan las evidencias de que —como lo ordena su Biblia— el Presidente prefiere la revelación al análisis, los sueños a la estadística, la justicia a la ley, las visiones a la ciencia, la moral a la ética, la purificación a la educación, la santa ira al mercado, el sermón al diálogo, la redención a la libertad, el gesto liberador al debate deliberativo, y la “confraternidad” a la democracia.
Vivir en una república en la que un presidente cree que habla con Dios puede causar desconcierto. Que crea que Dios le contesta ya genera desasosiego.