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Una vez más los escándalos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes sacuden a la iglesia católica. Y bueno, pues lo he contado ya, pero volveré a hacerlo cada vez que un nuevo escándalo me obligue a recordar el hostigamiento que sufrí a manos de uno de esos depredadores, un pobre diablo disfrazado de santo que se llamó Jesús Acuña Manzanares.
En 1963, en una escuela marista en Guadalajara, ese tipo decidió hacerme víctima de sus patéticos apetitos. Fue un asedio largo y angustioso, sellado por mi propio pudor humillado y la mezcla de amenazas y recompensas con que esos tipos confeccionan su impunidad. No pasó de unos tocamientos pero fue sin embargo pederastia, pues que fui sujeto de “inclinación erótica hacia los niños” y de “abuso sexual cometido con niños”, como dice el diccionario.
Escribí entonces que la conducta de ese infeliz se agravaba, claro está, por el hecho de que tenía autoridad sobre mí y la responsabilidad de educarme; y que dado el carácter religioso de la escuela tuviese además la encomienda de cuidar mi formación espiritual no agravó la ofensa, pero le agregó infamia.
Criado en el catolicismo, yo estaba aturdido por el fervor místico de la pubertad y una intensa curiosidad de lo numinoso. Quizás obedecía a la afición, que conservo, por la música sacra: la voz de la Diosa me interesó siempre más que la moral de los dioses hombres. Era yo miembro del coro que dirigía un religioso formidable (que los hay) con facha y nombre de pajarraco, don Cuco, y era muy feliz cantando kyries.
Y se me habrá notado el fervor, Natanael, pues se me invitó a unirme al cuerpo de élite de los acólitos del colegio.
Un día se me ordenó acudir a la biblioteca, donde me esperaba Acuña, con sus vastos mofletes colgándole de los anteojos. Le parecía claro que la Virgen me estaba llamando a dedicarle mi vida tomando los hábitos y debía responderle: la Virgen me prometía una vida de amor y la eternidad en los coros celestiales. Y me citó para la semana siguiente, enfatizando que todo esto era un secreto entre él y yo y la Virgen.
Acudí tres o cuatro veces más, hasta que un mal día inquirió si yo me tocaba o si tenía sueños pecaminosos. Ante mi vergüenza, anunció que era menester confirmar que su cuerpo era tan puro como su alma, una inspección para la que era necesario que se bajara los pantalones y los calzoncillos.
Para atenuar su incomodidad, el tipo hizo algo muy torcido: le puso su rosario al niño en las manos y le ordenó que, sin quitarle los ojos de encima, le rezara a una estatua de la Virgen que ahí estaba. Y claro: comenzó a “inspeccionar” al niño. Y no había terminado el primer Ave María cuando el niño tuvo presencia de ánimo suficiente para decir que no, subirse la ropa y correr hacia la puerta. El tipo, todo sudores y sofocos, procuró calmarlo, pero ante su angustiada insistencia abrió la puerta mientras le ordenaba y suplicaba y —claro— amenazaba, que no dijese nada a nadie.
Y no lo hice.
Hasta que lo hice. Un hermanito anunció que la Virgen lo había llamado y que se iba al seminario y, para prevenirlo, conté lo ocurrido cinco años antes. Vino un superior de la orden, escuchó mi historia, gimoteó un poco y pidió perdón. Unas semanas después vino a mostrar un documento del Vaticano que decía que el señor Acuña había sido expulsado de la congregación. Y ahí quedó todo.
Pero no quedó. Un día recordé de golpe el nombre del tipo y lo pasé por Google y apareció una página con su semblanza (que ya fue borrada) que decía que “el amor a su propia vocación lo llevó a interesarse por los hermanos jóvenes”, cosa que hizo durante 40 años, después de mi denuncia. Pues sí. Ya lo creo que se “interesó”.
Ahora, si el tipo había sido un miserable, el superior aquel que pidió perdón a sabiendas de que no iba a hacer nada, era peor. La semblanza terminaba diciendo que el “hermano” Acuña fue “llamado a gozar del premio al siervo bueno” en 2002, y que murió “con el rosario entre las manos”. ¿A cuántos niños les habrá puesto en las manos ese rosario?
Y así seguirá ocurriendo mientras prevalezcan la obstinación con el celibato y con el silencio; la idea de que su lealtad a las órdenes religiosas y a sus carreras clericales y a la iglesia misma es más importante que lealtad a su Dios y a sus fieles, en especial los niños y niñas indefensos.