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Pertenezco a la generación que se manifestó en 1968. Queríamos democracia y queríamos deshacernos del PRI y de todo lo que representaba. Ahora que se supone que ya se murió —o, peor aún, que ha iniciado una profunda transformación— me atrapa anticipadamente una morbosa nostalgia de sus modos y modales, su retórica, los usos y costumbres que marcaron su larguísima vida de “instituto político”.
¿Qué irá a pasar, por ejemplo, con el edificio aquel del arquitecto simbólicamente llamado Pedro Moctezuma en la avenida de los Insurgentes? Supongo que será abandonado, o derruido, o metamorfoseado en clínica o escuela popular, lo que me parece muy bien. Según EL UNIVERSAL, el 14 de julio esa Bastilla fue utilizada por última vez en una reunión que organizaron los antiguos líderes nacionales (menos Muñoz Ledo) para apoyar al candidato Meade.
En realidad el edificio es un asco, y más si se piensa que en sus verijas y sótanos, donde revolotean tantos fantasmas que cocinaron a fuego lento (muy lento) tantos formidables logros sociales y diseñaron tanta productiva estrategia política.
Lo único que extrañaré es lo que le daba originalidad a ese edificio: el mural que decora su fachada, una de las obras más conspícuamente horrorosas de la historia del arte mexicano moderno.
Fue obra de un artista llamado Francisco Eppens, a quien el PRI en su superior sabiduría calificaba de “orgullo del priismo nacional”. (Otra cosa que echar de menos: lo único que queda que califica de “orgullo del priismo nacional” es su desastre.)
El mural es fantástico (mírelo usted en su compu, pues aquí no cabe). Para empezar, arriba a la izquierda tenemos un átomo explotando, doctor. Dicho átomo —hay que suponerlo— representa a) un átomo o, b) la energía del cambio social. ¿Qué será? Misterio. Abajo del átomo explotando aparece el pobre de don Panchito Madero, quien observa con una mirada entre estupefacta y aterrada a un ángel terrible alzado en armas.
Este ángel es la Revolución Institucional que, como su nombre lo indica, es del género femenino. Mas no es una mujer cualquiera, sino una señora bastante malencarada que guía al pueblo batallador y a una locomotora oportunista hacia el triunfo final. Esta curiosa versión militar de La Marianne francesa, doña Revolución, tiene bíceps y lleva en las manos un 30-30 que no se anda con chingaderas; en su pecho hay una expresiva combinación de tetas y cananas; carga en la espalda unas alas enormes que tienen la peculiaridad de tener bayonetas en vez de plumas. (Cinco años después de inaugurado el mural, ocurrió la matanza en Tlatelolco...)
En suma, esta doña Revolución es pasmosa, como si se le hubieran combinado una pesadilla de Siqueiros y La Mujer Maravilla.
Y pues en la narrativa del mural esta doña Revolución está guiando hacia su destino previsible a varios mexicanos: cuatro obreros, nueve zapatistas, un divisionario del norte y dos adelitas que llevan, quién sabe por qué, cuatro banderas italianas.
Ese destino es lo que en PRIñol se llama “el logro revolucionario”.
La representación del logro revolucionario es bastante sencilla. En la extrema derecha del mural hay una mano izquierda gigantesca que sale del suelo, quién sabe cómo, y carga al logro, que tiene forma de yunque. Y saliendo del yunque que sale de la mano que sale del suelo, hay un libro que se llama “ABC” (el movimiento magisterial), un martillo (el movimiento obrero) y una espiga (el movimiento campesino). Y atrás de todo, algunas llamaradas que simbolizan la intensidad de la gesta patria o que el mural se diseñó en Tultepec. Y listo.
¿Qué ocurrirá con el mural? Igual hasta es patrimonio nacional, o algo, pues a fin de cuentas quien lo pagó fue el pueblo, en él tan institucionalmente representado…
Habría que protegerlo, antes de que una noche, protegidos por la oscuridad, los hermanos Moreira, o Roque Villanueva, o Dulce María Sauri, o la señora Ruiz Massieu, o Beatriz Paredes, o Lugo Verduzco, o Mariano Paredes Alcocer, o Jorge de la Vega Domínguez, o Manlio Fabio Beltrones o, ya francamente, Enrique Peña Nieto, se den cuenta de que es lo único que les queda y se lo lleven a subastar a Sotheby’s.
También podría someterse a consulta popular si se le guillotina públicamente en el Zócalo.
Aunque lo que parece más factible es que se le respete por su calidad de obra de arte, aunque mediocre, y se le traslade a Los Pinos ahora que sea centro cultural, para que lo vea el pueblo y nunca se le olvide cómo acaban los partidos todopoderosos...