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En la mesa de una taberna (ésta se llamaba a sí misma restaurante), yo cabizbajo, escuchando. “Antes de comenzar o continuar la conversación con alguien le pregunto si ha leído alguna novela o relato de Carson McCullers. Si no lo ha hecho, no veo el caso de continuar la charla ni empezar una amistad”. “Tienes razón”, dijo una mujer, joven y cuyo rostro pasaba de la sombra al resplandor en cuestión de unos momentos. Y prosiguió: “Aunque yo no soy tan drástica como tú y les ofrezco una oportunidad mayor, si no han leído al menos un libro de Hemigway, Borges, Vila-Matas u Octavio Paz, entonces tampoco le veo sentido a mantener la relación.” Yo pensé para mí mismo: “Éstas se van a quedar sin amigas”. De alguna forma estoy de acuerdo con ellas. ¿Cómo se puede evitar leer a ciertos autores en la pomposamente nombrada era de las comunicaciones? Es una paradoja y un contra sentido. Sin embargo, yo no juzgaría a las personas por su ausencia de lecturas, como tampoco me burlaría de un obeso por sus lonjas colosales ni de un ciego por que se tropieza con una piedra o va a darse un frentazo contra un poste, como sucede en Lazarillo de Tormes, si mal no recuerdo. Quien no haya leído La última salida a Brooklin, El desencantado, Berlin Alexanderplatz, Job o El luto humano, por ejemplo, pues se pierde la oportunidad de estimular sus sentidos, agravar su experiencia y hacer valer la complejidad del lenguaje. En pocas palabras: se pierde de algunos bienes humanos que están a su alcance y se concentra en el vivir como una papa. Sin embargo, yo conozco a un buen número de personas apreciables que no han leído literatura de ficción, poesía o ensayos de ningún tipo y son seres humanos valiosos. A fin de cuentas, lo repito una vez más, no juzgaría a nadie por sus lecturas, sino por sus acciones. El agudo problema es que existe una relación entre el analfabetismo y el comportamiento bestial. ¿Cuántos raterillos, sicarios, destripadores andan por allí clavando cuchillo y apenas si podrían deletrear una palabra?
Al escuchar nombrar a Carson McCullers (1917-1967), la pianista mediocre y escritora excepcional, vino de inmediato a mi mente el título de una de sus novelas. Reloj sin manecillas. Qué título excepcional aunque vivamos hoy en el fandango de la era digital. Me imaginé otros títulos: Reloj sin tiempo, El reloj del ciego, etc... cosa que hago por costumbre, deformación habitual o pasatiempo. Y también reflexioné en el hecho de que cuando me imbuí en la cultura underground o marginal durante casi dos décadas, el reloj que llevaba anudado a mi muñeca era un reloj sin manecillas. No estoy describiendo un hecho, sino más bien tratando de edificar una metáfora. Sí algo deseábamos yo y tantos fieles compinches era destruir una imagen exacta del tiempo, de la acción y del arte sistemático y asimilado. Nuestro reloj carecía de manecillas y su único objeto era servirnos como referencia o símbolo de una caída sin fin, de la ausencia de un pasado y futuro (los relojes, como sabemos, no pueden medir el presente) para nuestras vidas. Hoy sé que teníamos razón; que sospechábamos que la gran farsa se hallaba siempre presente y que el sentido, incluso de la literatura, era justamente el de crear, o más bien de aceptar el sinsentido de todo lo que nos rodeaba. Y sin embargo en nuestra juvenil y no premeditada hipocresía leíamos, nos nutríamos de fanzines y actos marginales que hicieran estallar el mundo en nuestro rostro. En el año 2018, luego de sentarme en la antesala de una clínica siquiátrica invisible, miro a mi alrededor, el estado de mi ciudad, la muerte de mis amigos, la decadencia de los ideales, el abatimiento del optimismo civil y me digo: “Teníamos razón, a nuestro pulso siempre estuvo atado un reloj sin manecillas”.