Orson Welles dirigió y actúo The Stranger, en 1946. El tema de la película tiene que ver con la búsqueda de un nazi que huye de incógnito a Estados Unidos para evitar así ser juzgado y pagar los crímenes que cometió en los campos de concentración de la Alemania fascista. ¡Qué nadie se preocupe! No escribiré acerca de este filme, sino sobre una broma que por razones siempre misteriosas mi memoria recuerda desde que vi la cinta de Welles. Es algo así: el huésped de un hotel de paso se queja con el gerente porque ha escuchado o visto a dos ratas peleándose en su cuarto. El gerente le responde :”¿Y qué quería por el dinero que ha pagado, una pelea de toros?” Yo, que soy un pésimo contador de chistes debido a mi incapacidad de memorizar párrafos al pie de la letra, no obstante recuerdo bien aquellos que llego a escuchar en una película (“Mi médico me pronosticó seis meses de vida; como no podía pagarle me dio otros seis meses”. Buenos muchachos, de Scorsese). ¿Quería usted una pelea de toros por el precio miserable que ha pagado por la habitación? Esta situación sucede a menudo en la vida cotidiana. Cierto día tomé un taxi en la calle y apenas estuve dentro, me di cuenta de que el vehículo estaba plagado de pelambre canino y olía, efectivamente, a perro. Ya en camino le pregunté al conductor al respecto y me dijo: “Sí, lo siento, mi esposa no me permite tener el perro en el departamento y por las noches el pobre duerme aquí dentro del auto, durante el día cuando chambeo lo dejo encargado a una vinatería, sirve que les cuida el negocio. ¿Le molesta? Si le molesta puede tomar otro taxi y no le cobro el banderazo, a fin de cuentas lo que uno gana aquí es una cantidad miserable.” Descendí del auto aquel —el olor resultaba insoportable— y le extendí un billete de 200 pesos al conductor; le dije: “Cómprele un suéter y un champú a su perro de mi parte”. Esta anécdota es real y me conforta recordar que al menos el anciano fue gentil y honrado. La cortesía desaparece y se torna cada vez más en grosería, insulto y ladrido ordinario.

“La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visité la Estatua de la Libertad”, escuché esto en una película de Woody Allen (Crímenes y pecados). Cuando la vida sexual se termina, la cortesía o la condescendencia resultan necesarias para el buen vivir. Son innumerables las parejas que se tratan entre sí de una forma monstruosa y plena de amargura y resentimiento. Y uno tiene que sufrir a ambos extremos. Si usted vive en la CDMX habrá notado que los policías han transitado con mayor celeridad a la delincuencia: extorsionan, inventan cargos, acosan a los más débiles, insultan, amenazan, nunca se identifican, forman gavillas de apoyo entre sí para chantajear a los ciudadanos, “sospechan” de algún individuo cuando les conviene o lo descubren indefenso en la madrugada, cuidan de otros delincuentes que les ofrecen una cuota de protección. La gentileza, la amonestación y el oficio policiaco no se encuentran en su conducta. El escritor Francisco Hinojosa hizo pública la alevosía de un policía al detener a un par de jóvenes por tomar la fotografía de una flor e invadir un área verde del Parque México. Los paseantes se unieron para defender a los acusados y esto derivó en una mayor discusión y en la presencia de más policías que llegaron al apoyo de su compinche; finalmente, el altercado terminó con la detención de una mujer que exigía el respeto a los derechos ciudadanos. En la más reciente Encuesta Nacional de Cultura Política, entre quienes gozan de menor aprecio y confianza entre los ciudadanos se hallan los miembros de la policía. “Únanse contra los extorsionadores; no permitan su arbitrariedad; somos más que ellos; lleven sus quejas hasta las últimas consecuencias; formen grupos contra el acoso policiaco; no les den tregua”. Tales serían mis consejos, pero yo carezco de poder coercitivo y disuasorio (“¿Y qué quería por su dinero; una pelea de toros?”). En el capítulo XI de El capital del siglo XXI, Thomas Piketty expresa lo obvio: Hoy en día sólo se puede vivir con holgura a través del trabajo o de la herencia. Pues estamos jodidos: aquí en México, exceptuando los privilegiados, el trabajo no deja para vivir bien —incluyo a los policías que acabalan su salario traicionando su investidura— y nuestra herencia es más bien la corrupción y la impunidad públicas.

Una apostilla personal. Yo he llevado mi política de cortesía literaria demasiado lejos y no suelo responder a las arbitrariedades. Sin embargo, comenzaré a hacerlo. La difamación me ha costado algunas costillas rotas. Así que en próximas columnas sacaré algunos trapos al sol. Y por cierto: yo sólo me comunico por correo electrónico, pues aunque soy usuario de Twitter, allí sólo envío una frase o comentario de vez en cuando y salgo de inmediato. Me dicen ahora que hay varias cuentas que utilizan mi nombre en Facebook. Ni siquiera tengo cuenta en ese monstruo de la frivolidad y la incomunicación. ¿Qué hacer? Soy un escritor de las cavernas.

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