“Yo he pensado siempre que las acciones de los hombres son las mejores intérpretes de su pensamiento”, escribió Locke, el filósofo más importante del empirismo inglés clásico. Ya no me sorprende encontrar que las conclusiones a las que yo mismo he llegado a lo largo de la vida han sido ya planteadas por hombres de otros siglos. He arribado tarde a mi época y me doy cuenta de que soy un hombre del siglo XVIII. J.G. Herder (1744-1803) estaría en desacuerdo conmigo y me diría que todas las épocas y culturas son distintas y que una comparación o consideración de esa altura —creerme un hombre del siglo XVIII— resulta una tontería. “Así como cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma” (Herder). En una era de globalización artera y de empresas sin arraigo una sentencia como la de Herder debe resultar inocente. Pese a ello no me parece inocuo rescatar la diferencia. En México, por ejemplo, hay un país que reconstruir, una cultura que fundamentar, una sociedad que entrelazar, y algo así implica un trabajo de crítica colosal donde a fin de cuentas las acciones se tornan las mejores intérpretes del pensamiento crítico de una persona. ¿Qué puede importarme lo que usted piense mientras sus acciones me atropellen y conviertan mi vida en un suplicio? Nada, puede llevarse sus teorías a otra parte, puesto que lo que requerimos son acciones buenas, es decir que hagan el bien a su alrededor. Y si este alrededor se llama o constituye como país, entonces mis palabras no parecen tan obstinadas y retóricas.

Ya he aludido a la insistencia de Bernhard en su novela Helada, de que “el mundo es una disminución progresiva de la luz”. Bernhard —como lo expone W.G. Sebald en Pútrida patria– sabe que una vuelta a la naturaleza, a “esa casa de locos aún mayor que la sociedad” es imposible y no significa un remedio para el deterioro de una comunidad que se va apagando, que se devora a sí misma, hostil, estúpida e incapaz de resolver sus problemas. ¿Cuánto ingenuo anda por allí dizque remediando el mundo y ya de antemano su sola presencia y sus acciones lo deterioran, lo vuelven inhabitable? Así, el pesimismo acerca de la bienaventuranza social, la vuelta a estados de salud y cultura primigenios, el retorno a un ideal de naturaleza restaurador se revela como una pantomima. Tenemos, como individuos que viven en grupos, dos caminos troncales o importantes en nuestro horizonte, y una miríada de pequeños senderos alternativos. Tomar el camino de la oscuridad y el pesimismo, y buscar que nuestras crítica y acciones nos permitan sobrevivir en un caos que nosotros no creamos; o intentar reconstruir un país, una sociedad a la que podamos nombrar “casa”, “naturaleza”, “vecindario”, y entonces sí encontrar el centro de gravedad de lo que sería una felicidad o bienestar propios y adecuados a una cultura propia. El resto, los minúsculos senderos por donde transitar, ya los construirá cada quien en las márgenes o la periferia de los grandes sueños.

La célebre frase de Stalin, de que “los escritores son los ingenieros del alma”, como lo muestra Martin Amis en Koba el temible, era jactanciosa y contradictoria, puesto que el régimen de un tirano de esa envergadura no podría, y no lo hizo, soportar el talento creativo y subjetivo de tales escritores. El talento de los artistas tendría que ser el dolor de cabeza, y más, para cualquier político o funcionario autoritario. Los artistas y escritores sin talento son ideales para esta clase de regímenes. Yo, que me encuentro tan lejos de la política y de dios, ya he elegido un camino. Y, no obstante, creo que es conveniente —en asuntos sociales— ejercer la crítica profunda y amable de las instituciones, del Presidente y de los funcionarios públicos, someterlos a una reflexión profunda y hacerles saber nuestro descontento o aplauso. Esta es la mejor manera de apoyarlos. Si son buenos gobernantes tolerarán esa crítica como un bien e incluso la exigirán. Hay un país que reconstruir y una casa a la que añadirle un tejado antes de que se inunde de más excremento y basura. Son las acciones —la pala y la carretilla— las necesarias para estos días en que la frase de Bernhard nos recuerda que la luz va languideciendo y que cualquier hombre que viva el futuro ya como una tragedia está perdido para la sociedad. Que el romanticismo o el exilio lo acompañe.

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