25/03/2019 |00:21
Redacción El Universal
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Comienzo esta vez haciéndome una pregunta abstracta y poco simpática. ¿Tenemos derecho a no ser lo que somos? Más todavía: ¿Es posible realizar una pausa verdadera en las acciones que llevamos a cabo como seres que desempeñan un papel en el teatro de los acuerdos sociales? La respuesta se escabulle. Es probable que sea difícil construir una pausa trascendente al trasiego cotidiano y que, pese a nuestro esfuerzo, no podamos cambiar el guion de lo que somos. “Soy ingeniero”; “Soy artista”; “Me dedico a la venta de bienes raíces”; “Mi especialidad es la gastronomía”: Todas estas respuestas mueven a la tristeza y a la desesperación, a la risa nerviosa y a la piadosa resignación, sobre todo porque intentan definir y situar de una buena vez el papel de la hormiga en el hormiguero. Se trata de respuestas minúsculas y parciales. Pastillas para aliviar el dolor de cabeza ontológico. Si estuviera en mis manos y poder, yo declararía un Estate Quieto Universal en el mundo y así probablemente evitaría que el movimiento humano causara más daños y tropelías. Lo haría, pues no me cabe la menor duda de que la mayoría de la humanidad trabaja para destruir lo que una porción menor de ella edifica para el bien de los demás. Hay quien pensará que sucede justamente lo contrario: una minoría derrumba y destruye lo que la mayoría edifica para el bienestar común. Lo dudo mucho, puesto que la idiotez, la ausencia de educación, la ambición animal, la depredación gratuita, la envida enferma, el deseo transgresor y criminal, la adicción a la tecnología, el desprecio por la desgracia ajena, se tornan, cada vez más, características de casi todas las sociedades. La literatura, el cine y el circo de la buena ficción —no el entretenimiento— ayudan a la hora de intentar dejar de ser lo que uno es; allí se practica el engaño creativo; se traslada la guerra a un espacio imaginario y uno se transforma en otro a partir de la imaginación y el desdoblamiento. Sin embargo, tales caminos se van diluyendo conforme transcurre el tiempo, la literatura vive la mayor crisis de su historia (el ninguneo público), y el cine tiende hacia la gran empresa del lugar común primitivo. Parece que no habrá manera de dejar de ser lo que somos.

Yo intento hacer un esfuerzo para situarme al margen del río cuya fuerza me obliga a ir en una sola dirección. Abandono el celular varios días en un cajón; dejo de leer periódicos o noticieros durante una semana o más; no leo correos electrónicos durante cinco o diez días; intento mantenerme callado y no participar en ninguna disputa; sufro mi soledad y siento correr el tiempo en mi sangre. ¿Y después de eso? Nada, la misma realidad agobiante y robótica. Entonces comprendo y encarno, de alguna forma, también a esos personajes, tan escasos en la literatura mexicana, que deambulan fingiendo desempeñar un papel y que, sin embargo, logran desdoblarse para mirar las cosas al margen de su propia mirada, como si fueran espectros a través de los cuales algún dios hastiado observa el movimiento de los objetos y de los seres vivientes. Es entonces cuando encuentro a un grupo de amigos literarios, una pandilla imaginaria cuya gravedad me obliga a sentirme algo. Gregor Keuschnig, personaje de El momento de la sensación verdadera, de Peter Handke, que vive en París, una ciudad donde las personas “han aprendido de memoria cómo simular la vida”. Keuschnig se encuentra tan distante a esas realidades practicadas de memoria que su más letal obsesión es el hecho de haber asesinado a alguien en un sueño. En un sendero similar, el informático, personaje de Houellebecq en Ampliación del campo de batalla, y reiteración de aquellos Meursault y Roquentine de la literatura francesa, resulta, también, un hombre que es capaz de desarrollar perfectamente sus labores tecnológicas sin sentir ningún apego a ellas, ni dotarlas de importancia alguna: él sólo realiza una función de memoria, como si sus pasos no estuvieran dirigidos por él, aunque en algún momento es capaz de hacer una pausa y mirarse a sí mismo desde un lugar inhabitable o, más bien, inalcanzable. ¿Y Bartleby, Bernardo Soares o Gregorio Samsa? He allí una buena pandilla, más allá de la dura realidad, para intentar ser lo que no somos, aunque sea durante unas horas, tal vez unos días. La semana que comienza, hasta el jueves, me tomaré un trago con ellos y de su boca no saldrá ninguna noticia conmovedora o trascendente para el país ni para nadie. Acaso una sonrisa de exiguo y momentáneo bienestar.