10/09/2018 |00:50
Redacción El Universal
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Hubiera esperado que los ladrones entraran mientras yo estaba allí, en mi casa, y les habría respondido como se debe, pues siempre estoy alerta, pero el vacío e impotencia que ahora siento es incluso peor que la violencia física. Viaje a Oaxaca para presentar el libro “Desconfianza”, y después me desplacé a Querétaro para cumplir con la invitación que me hiciera el Hay Festival para participar en una charla; el martes o miércoles pasados, en mi ausencia, entraron a mi departamento forzando cerraduras y se llevaron computadoras, una cámara de video y una buena cantidad de dinero en efectivo (a los ricos les parecería cómica mi cifra, pero había ahorrado tal cantidad a lo largo de casi diez años). Me enteré del robo mientras firmaba libros en el parque Guerrero, en Querétaro, y si, por una parte, me sentía halagado y complacido del considerable número de personas que llevaban mis libros en sus manos —ejemplares que tardé un par de horas en firmar— por otra parte un sentimiento de debilidad y humillación se iba apoderando de mí. Las ratas habían entrado a hozar en nuestras escasas pertenencias —de mi pareja y yo— y se habían marchado más que complacidos. ¿Cómo quejarse? ¿A quién acudir? ¿Iniciar las pesquisas por mi propia cuenta hasta hallar a los ladrones? No lo sé, la ciudad la he inventado yo en mi imaginación y en mis libros, la he sufrido y siempre he sabido cómo defenderme; pero estar lejos, las manos atadas y mi pensamiento concentrado en mis presentaciones me volvió una presa accesible. La vida vuelve a cambiar para mí. Recordé la frase de un amigo querido “Ya no quiero justicia, quiero venganza”, pero ¿tiene sentido luchar contra una plaga que nos ha corroído y atenazado, que carcome y muerde un pedazo de lo que somos en carne y espíritu todos los días? En esta columna he denunciado, o más bien descrito, el movimiento de vigilancia, crimen e impunidad que acompañó la llegada de los compradores de fierro viejo y menudencia quienes armados de una bocina escandalizan y se adueñan de las calles de muchas colonias de la ciudad, entre ellas la colonia Escandón, en la delegación Miguel Hidalgo, a la que “pertenezco”, en el sentido de rehén civil. Me he quejado del ejército de hombres de acento norteño y corte de cabello a cepillo que —también armados de una bocina—vocean su dizque venta de frutas, pero que forman una red de criminalidad pública que los gobiernos de la ciudad no logran —o no desean— erradicar. En el edificio que habito yo en la calle Progreso, viven también varios artistas y personas destacadas en el medio de la cultura: existe en el ambiente tolerancia y buena vecindad. Sin embargo, una mafia disfrazada de pequeños negocios en los alrededores cuyos propietarios son familia y se conocen entre sí, dominan el panorama y deciden a quien hay que respetar y a quien no. Los propietarios del edificio se encargan de aumentar la renta cada año, pero no de acrecentar la protección de sus inquilinos y ninguna institución regula su arbitrariedad económica. En pocas palabras, estamos solos y el horizonte de buena ética y supervivencia se ve amenazado a cada momento. A mí, aunque voy de salida en todos los aspectos, no deja de dominarme la noción de desamparo que implica vivir en esta comunidad. Justamente en el libro que presenté en Oaxaca, uno de los autores Luis Muñoz, se basa en la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Pública del año 2015 para señalar que en México el 17% de la población adulta dejó de salir a carretera por miedo a convertirse en víctima de un delito; el 27% de los mexicanos ha dejado de caminar en la calle por el mismo motivo; y el 45 % prefiere ya no salir en la noche en “su ciudad”. Ya he comenzado a hacer los trámites para marcharme de “mi ciudad”, no porque tenga miedo o cobardía, sino porque estoy cansado. Me gustaría tener la importancia y sagacidad de mi querido amigo Héctor de Mauleón a quien las autoridades suelen escuchar y a veces actuar en consecuencia cuando lleva a cabo una denuncia. Sin embargo no es tal mi caso; me defenderé por mí mismo, siempre lo he hecho, mas es evidente que perderé la pelea. Hoy me han despelucado y jodido; tengo mis sospechas y actuaré en consecuencia. He elegido ya el lugar a donde me marcharé (en México y en el extranjero) y he comenzado los trámites necesarios. En la columna de hoy había pensado narrarles y transcribirles algunos diálogos entre Rafael Argullol y Vidya Nivas Mishra, pero me ha tomado tan de sorpresa el asalto a distancia del que he sido objeto que no dudé en describir aquí mi experiencia. No me sorprende y tampoco me lamento de lo que necesariamente tenía que suceder; más bien me incomoda mi falta de pericia para prever el crimen. ¿En quién confiar? El episodio que cuento se olvidará muy pronto en estos tiempos desmemoriados y veloces en los que predomina —como escribe Argullol— una invitación universal a la amnesia. Yo no lo olvidaré.